Oskar Maria Graf, un autor reconocido por sus novelas sobre la Gran Guerra y la corrupción, derrochaba rebeldía y sorna. En el verano de 1933, poco después de que los nazis hubieran prendido fuego por todo el Tercer Reich a unos 25.000 … libros considerados ilegales, este popular escritor bávaro publicó en el periódico ‘Arbeiter-Zeitung’ de Austria un manifiesto que causó gran revuelo: ‘Verbrennt mich!’ (‘¡Quemadme!’). «Estaba indignado porque hubiesen arrojado a las llamas los títulos de Sigmund Freud, de Karl Marx o de Erich Kastner, pero no los suyos. Desde su exilio, exigió que le pusieran en las listas de libros prohibidos. Fue un firme opositor de Adolf Hitler».
El periodista alemán Uwe Wittstock (Leipzig, 1955) toma la palabra en el Goethe-Institut de Madrid, y lo hace con el temple del buen alumno, ese que se sabe bien la lección. El pelo, plateado y con alguna veta negra, va a juego con la camisa; el tono de voz, profundo, con el tema que trata en su nuevo ensayo histórico. «Graf es uno de los muchos ejemplos de escritores que se exiliaron tras el ascenso de Hitler, pero hubo muchos más», afirma a la grabadora de ABC. En el ensayo ‘Febrero de 1933. El invierno de la cultura’ (Ladera Norte) pone el foco sobre una veintena de ellos, así como de otros tantos intelectuales y artistas perseguidos por aquel nacionalsocialismo al que se le acababa de quitar el precinto hacía un suspiro.
Invierno de la cultura
Lo peor, explica el entrevistado desde el silencio de la biblioteca del instituto alemán, es que el nazismo destrozó los cimientos del mundo de la cultura con una rapidez vertiginosa, de esas que apabullan. Desde el 30 de enero de 1933, día en el que el presidente alemán Paul von Hindenburg nombró canciller a Hitler, hasta el 28 de febrero, cuando se firmó un Decreto de Emergencia que suspendió los derechos fundamentales, apenas pasaron cuatro semanas. Un mes de vértigo en el que se centra Wittstock. «Jamás tantos hombres de la cultura abandonaron un territorio en tan poco tiempo. Es algo parecido a lo que ha pasado con muchos intelectuales rusos que han dejado su país tras el estallido de la guerra de Ucrania», completa.
Los datos escuecen. Después de que Hitler jurara el cargo, el NSDAP (Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán) instauró un régimen del terror contra los intelectuales que se declararan en rebeldía. «Fue algo inmediato y muy espectacular: de la noche a la mañana, las divisiones paramilitares de las SA empezaron a entrar en las casas de los autores, pintores y periodistas que criticaban al ‘Führer’ para llevárselos y encerrarlos. Sencillamente desaparecían», completa. Como resultado, muchos huyeron. «Eso dio al traste con los años finales de la República de Weimar; un tiempo de efervescencia cultural de gran calidad. ¡Ten en cuenta que solo en Berlín había 50 teatros!», explica.
Con la bestia en la poltrona, los primeros en marcharse fueron los periodistas; muchos de ellos, señalados por sus colegas tras haber puesto sobre blanco las tropelías de Hitler. Joseph Roth, reportero del ‘Frankfurter Zeitung’, se subió a un tren rumbo a París el mismo 30 de enero para plantar batalla a golpe de lápiz y papel. «Nuestra existencia literaria y material está destruida, todo conduce a una nueva guerra. Hemos logrado que gobierne la barbarie. Gobierna el infierno», escribió desde el exilio a Stefan Zweig.

Uwe Wittstock, durante la entrevista en Madrid
Otro tanto le pasó a Hans Sahl; el escritor, poeta y crítico literario inició una huida por toda Europa en la que, además de salvaguardar su vida, ayudó a decenas de colegas a escapar del Tercer Reich.
Después le tocó el turno, asevera Wittstock, a todos los intelectuales que no trabajaban con la palabra. Un ejemplo fueron artistas como George Grosz. «Fue uno de los grandes pintores de los años veinte. Se marchó muy pronto de Alemania porque no aguantaba el clima de violencia que había en las calles. Tuvo suerte, porque estaba en la lista de las SA», explica el autor. Su final fue agridulce: se salvó, pero la tristeza del exilio le arrebató la inspiración. «Cuando regresó, se dedicó a vender cuadros antiguos para sobrevivir», completa.
El director de escena Gustav Hartung siguió sus pasos. «Trabajaba con muchos judíos y tenía una tendencia política de izquierdas. Sabía que, si no se marchaba de Alemania, estaba condenado», añade.
Exilio interior
Pero no todo fueron exilios exteriores. Wittstock también recoge las historias de aquellos intelectuales que optaron por enfrentarse a Hitler desde el interior. Algunos, convencidos de que su labor era necesaria para acabar con el hampón; otros, desafortunados sin tiempo o medios para escapar de los tentáculos del nazismo. «Hubo muchos. La poeta Ricarda Huch, el escritor Erich Kästner, el también poeta Gottfried Benn…», explica.
Cada uno de ellos tuvo en destino diferente. «Huch, también historiadora, se retiró y vivió apartada de la sociedad. No pudo publicar bajo el régimen nazi, como es lógico, pero tampoco en Francia tras la guerra. Simplemente no querían sus textos», añade el experto. Kästner, por su parte, tenía tanto talento que al Tercer Reich no le quedó más remedio que pedirle que elaborara el guion de una superproducción de la época. «Lo hizo, pero bajo un nombre falso», finaliza.
Este abanico de autores son los que recoge Wittstock, y lo hace orgulloso: «¿Que qué opino de ellos? Es interesante pensar que todos nos suenan en Alemania; a cambio, no sabemos nada de aquellos que apoyaron a Hitler. Son irrelevantes y han quedado completamente olvidados».