La provocación siempre dice algo evidente. Quizás demasiado. Lo pensaba al leer un artículo publicado en Substack por Yascha Mounk, que retuiteó –o resposteó– Benito Arruñada hace unos días. Decir, por ejemplo, que, en estos últimos 20 años, los Estados Unidos han doblado en prosperidad material a los europeos no debería resultar escandaloso. Y, sin embargo, lo es. Nuestra cansina superioridad moral –tan pretenciosa como falsa– ha conducido a un empobrecimiento masivo. Generación tras generación, sin descanso.
Los datos son reales; las convicciones, engañosas. Durante años los europeos nos hemos contado a nosotros mismos un relato ficticio, según el cual era mejor favorecer la estabilidad y el igualitarismo que impulsar el crecimiento. Las opciones decrecentistas –unidas a un gasto desbocado en políticas sociales y a una regulación gerontocrática– no han ayudado a dar el salto tecnológico necesario. Los pisos pequeños y la falta de construcción en altura no son precisamente opciones inocuas. Tampoco la apuesta suicida por el invierno demográfico. Con más envejecimiento, más pobreza y sin empresas puntocom ni corporaciones señeras en IA, la distancia entre ambas orillas del Atlántico no ha hecho sino ampliarse. Un ejemplo: en el conflicto entre Pakistán y la India, un Chengdu J-10 chino derribó el poderoso cazabombardero francés Rafale. No hay superioridad ni en este campo. El retraso se mide en el ridículo de un apagón general en la península ibérica.
«El espíritu acomodaticio en Europa se ha transformado en una forma sofisticada de renuncia»
La caída de la clase media europea completa el retrato de nuestra decadencia. Tras la posguerra, construimos un Estado del bienestar que era el orgullo de todo el continente. Y lo sigue siendo en cierto modo. Pero, sin crecimiento ni innovación, sin reformas que nos preparen para los retos del siglo XXI, las políticas redistributivas se han convertido más en un viejo colchón que en un trampolín para el futuro. Es así: incentivamos la inmovilidad, el funcionariado, lo caduco. Y penalizamos –¡y de qué manera!– el riesgo, la empresa y la innovación. Nuestro I+D se esfuerza más por cazar subvenciones que por romper los mercados y aportar algo realmente novedoso. Incluso Spotify ha decidido trasladarse a los Estados Unidos. El espíritu acomodaticio en Europa se ha transformado en una forma sofisticada de renuncia.
La izquierda, atrapada en la caricatura de la memoria histórica, no quiere hablar de esta decadencia. La derecha, por su parte, se deja llevar por una melancolía cultural tan irreal como carente de impacto. Mientras tanto, una diáspora europea está en marcha. Del sur del continente –España, Francia, Italia, Grecia– hacia el norte. Y del norte hacia Estados Unidos, Canadá, Australia y Asia.
Por supuesto, una civilización no se mide sólo por su PIB. Y tampoco se trata de elegir entre un modelo y otro. Pero sí de mirar con lucidez el presente y decirnos la verdad. En 20 años, la renta per cápita americana prácticamente ha doblado la europea y triplicado casi la española. A pesar de todos los problemas que acechan a los Estados Unidos –que no son triviales–, el sueño americano sigue atrayendo a la élite cognitiva y empresarial. Sus emprendedores anhelan colonizar Marte y desarrollar coches automatizados. Las virtudes europeas, sin embargo, han dejado de ilusionar. ¿En qué sectores nos encontramos a la vanguardia? ¿Cuáles son las esperanzas de nuestros jóvenes? ¿Comprar una vivienda? ¿Y cómo? ¿Lanzar una start-up? ¿Con qué facilidades regulatorias? ¿Aspirar a la excelencia? El mérito se encuentra aprisionado por las políticas identitarias. Siempre será más fácil escudarse en la superioridad de un pasado que ya no es. Y despertar no sería tan difícil. Basta con dejar de mentir para empezar a decirnos de una vez la verdad.