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Las finanzas vaticanas: el gran fracaso de Francisco

by Marko Florentino
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¿Cuál es el único país del mundo en el que no existe la propiedad privada? ¿Corea del Norte? ¿Cuba? ¿Bielorrusia? Nada de eso: El Vaticano.

Y, para más inri (y nunca mejor dicho): ¿Quién ha sido uno de los asesores financieros más relevantes del Vaticano?

Siéntese: Michel Camdessus, socialista francés y ex director gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI) que, tras dejar el cargo en el año 2000 —después de haber dirigido la transformación de Rusia del comunismo al capitalismo y de haber bregado con las crisis de los mercados emergentes de 1997 y 1998— salió de Washington para tratar de ayudar a las finanzas de la silla de San Pedro, entonces ocupada por Juan Pablo II, conservador en lo social pero, por más que hoy se nos haya olvidado, muy de izquierdas en lo económico.

Tener a un ex director del FMI asesorando a un país en el que no hay —ni va a haber— ni un solo negocio privado, sienta la pauta cuando se examinan las finanzas vaticanas. Las leyes terrenales de las finanzas solo afectan de manera muy limitada a la Santa Sede. Eso es una suerte para el Vaticano, que, de lo contrario, estaría en quiebra técnica.

Es una situación que, además, se ha agravado durante el papado de Francisco, de quien algunos dicen que ha ahuyentado con sus políticas y declaraciones a los donantes con los bolsillos más grandes y a las instituciones religiosas más ricas. En especial, miembros de grupos que no se alineaban del todo con Francisco, como Comunión y Liberación, el Sodalicio de Vida Cristiana (que fue disuelto por Francisco), o el Opus Dei podrían haber recortado sus contribuciones, según esas fuentes. Otros atribuyen esa situación a lo que califican de «intervencionismo» de Francisco, su desconocimiento de la curia romana, donde apenas tenía apoyos, y su propia personalidad, que le hacía poco o nada proclive a trabajar en equipo. Todo ello ha hecho que el Papa tratara una y otra vez de reformar las finanzas vaticanas. Y que fracasara una y otra vez. Su preocupación ha quedado reflejada en dos cartas a los cardenales expresándoles su preocupación por esa cuestión. Pero, al final, ésta sigue abierta.

De hecho, lo último que hizo el Papa antes de ingresar en el Policlínico Gemelli el 14 de febrero fue crear la Comisión para las Donaciones a la Santa Sede, con el fin de revitalizar esa partida de aportaciones de organizaciones religiosas y diócesis, conocida comúnmente como ‘Óbolo de San Pedro’, cuyos ingresos han caído, según algunas fuentes consultadas por este periódico, de 80 millones de euros anuales con Benedicto XVI a 40 millones con el recién fallecido Pontífice. Para algunos, la creación de esa Comisión ha sido un ejemplo de los problemas financieros de la Santa Sede: fue opaca, no están claras sus responsabilidades y, sobre todo, nadie sabe cuáles son sus objetivos. ¿Se trata de llevar el Óbolo de San Pedro a donde estaba con Benedicto? ¿De frenar su caída? ¿De ponerlo en un nivel intermedio entre Benedicto y Francisco?

Las cuentas públicas del Vaticano

La gestión de las cuentas vaticanas es de todo menos transparente. Francisco, de hecho, se encontró con el escándalo del edificio de la Avenida de Sloane, en Londres, un antiguo almacén del supermercado de lujo Harrod’s del que la Santa Sede adquirió el 45% del capital en 2013 a través de un fondo de inversión. El edificio, sin embargo, no era propiedad del Vaticano, sino de la Secretaría de Estado del Vaticano, algo tan surrealista como que un Ministerio adquiera un inmueble y éste pase a ser suyo, pero no del Estado. Cuando en 2018 la Santa Sede se hizo cargo de la propiedad, se destapó un blanqueo de capitales llevado a cabo con ella por el propietario del fondo, Raffaele Mincione, por el que éste fue condenado a cinco años y medio de cárcel por el Vaticano. El cardenal Angelo Becciu fue condenado a la misma pena por falsedad documental. Al final, el Vaticano acabó registrando unas minusvalías de aproximadamente 150 millones de euros de los 350 millones que había tenido que invertir en toda la operación.

Las cuentas públicas vaticanas registraron el año pasado un déficit de 83 millones. Dado que PIB de la Santa Sede ronda los 20 millones de euros, eso significa, técnicamente, un déficit del 400% del PIB, una cifra más que suficiente como para provocar una lipotimia a Camdessus o cualquiera de los ministros y funcionarios que están reunidos esta semana en otro cónclave, éste decisivo para la economía mundial, que es la ‘cumbre’ de Primavera del FMI. Claro que, de nuevo, ésta no es una economía de un país normal. El presupuesto del Vaticano ronda los 2.000 millones de euros anuales, lo que significa que los gastos del Estado son el 1.000% del PIB. La economía vaticana es el Estado Vaticano.

El deterioro de las cuentas públicas con Francisco es palpable. En 2021, el déficit de la Ciudad del Vaticano fue de solo 33 millones de euros. Semejante deterioro de las finanzas públicas no es enteramente atribuible al descenso del Óbolo de San Pedro, y parece un claro suspenso a la gestión realizada por los asesores del Pontífice. Y más todavía cuando éste hizo del saneamiento de las cuentas vaticanas su principal línea de acción política junto con la ‘tolerancia cero’ de los abusos sexuales del clero.

Pero el fallecido Papa solo tiene una parte de responsabilidad en los números rojos del Estado vaticano. Las dos grandes fuentes de ingresos de la iglesia, Estados Unidos y Alemania, están en crisis. En el primero de esos países, las gigantescas indemnizaciones por los abusos sexuales del clero a menores han golpeado las cuentas y, con ellas, su aportación al Óbolo De San Pedro. En Alemania, el problema es común a toda Europa: la secularización.

La Iglesia Católica es una organización tremendamente descentralizada, en la que cada orden, cada instituto secular, cada parroquia, cada basílica, cada hospital, cada universidad, o cada colegio tienen sus propias cuentas. El resultado es un caos absoluto, que a veces es mantenido y fomentado por elementos de la propia Roma, y en otros por los máximos responsables de esas organizaciones religiosas. La doctrina católica está llena de problemas de una complejidad insondable —la transustanciación, la Trinidad, la Resurrección— pero ninguno parece tan inabarcable como el de entender sus finanzas.

Como explica una persona con conocimiento de la situación: «A veces las cuentas las llevan profesionales equiparables a cualquier gran empresa; otras, un pobre cura que cuadra los números lo mejor que puede». Nada mejor para ejemplificar ese caos que el hecho de que solo dentro de la Ciudad del Vaticano hay más de 300 entes financieros diferentes.

De los 2.000 millones que aproximadamente viene a tener como presupuesto el Vaticano, alrededor de la cuarta parte proceden de las actividades económicas del territorio como, por ejemplo, los museos, que generan alrededor de 600 millones anuales de cifra de negocio, aunque sus beneficios finales rondan los 100 millones.

El resto viene de dos fuentes fundamentales: las fundaciones religiosas y los llamados «fondos soberanos», que son las inversiones del Vaticano en activos muebles e inmuebles – incluyendo instrumentos financieros – en todo el mundo, aunque en su mayor parte están concentrados en Roma. En esa ciudad, la Santa Sede tiene 5.000 pisos en alquiler; en París, 500, en algunos de los cuales han residido, entre otros, expresidentes franceses. Una parte de los Campos Elíseos es legalmente propiedad del Vaticano aunque, a la inversa, todas las iglesias de Francia —incluyendo Notre Dame— son del Estado, que cede a la Iglesia Católica su uso a perpetuidad.

Esos activos son gestionados por APSA (las siglas de Administración del Patrimonio de Sede Apostólica), que también ejerce las funciones de banco central, y al que varios institutos emisores, como la Reserva Federal estadounidense, reconocen como tal. Incluso ahí el Vaticano vuelve a tener peculiaridades. Aunque está en la zona del euro, no pertenece formalmente a la UE. Sin embargo, sí acuña monedas de euro, pero no en virtud de un acuerdo con el Banco Central Europeo (BCE), sino con el Banco de Italia.

Ésas solo son algunas muestras de la gigantesca complejidad de las estructuras legales de una institución descentralizada, extendida por todo el mundo, con 2.000 años de Historia en los que ha atravesado por periodos en los que se fusionó con el poder político y periodos de persecución, prohibición y expropiación. Y con la complejidad legal, llega la complejidad económica y contable.

En cuanto a los gastos, la parte más problemática es la curia, es decir, los órganos de gobiernos del Vaticano y de la Iglesia Católica. Prácticamente por definición esas instituciones no ingresan dinero, del mismo modo que un Ministerio no tiene una fuente de financiación regular, con la excepción, claro está, de Hacienda. Por ese motivo, Francisco, en uno de los últimos actos como Pontífice, recortó el salario de los cardenales en varios cientos de euros – según algunos, en 500 – para reducir esa partida. No es más que una medida de austeridad clásica, de las que el propio Camdessus habría aplaudido si las hubiera llevado a cabo cualquier mercado emergente cuando él dirigía el FMI.

Por así decirlo, la ciudad-estado del Vaticano es autosuficiente económicamente; cuando se le suma la Iglesia Católica, entra en pérdidas, debido, fundamentalmente, a la curia. Pero en las catacumbas del Vaticano rondan algunos monstruos financieros muy peligrosos, como, por ejemplo, el desequilibrio de 631 millones de euros en su sistema de pensiones vaticano, al que contribuyen los aproximadamente 4.000 trabajadores de la Santa Sede, que fue descubierto en 2022.





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