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Las gürteles de P. Sánchez, por Paulino Guerra

by Marko Florentino
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A Gabriel Rufián le gusta pasear por la tribuna del Congreso de los Diputados un tono amablemente gamberro y perdonavidas, trabajándose afanosamente cada día su papel de enfant terrible. Su última provocación en la Cámara fue decirle a Pedro Sánchez que la «izquierda no puede robar», una de esas declaraciones de tipo evangélico que goza de la misma certeza empírica que asegurar que los cristianos no pueden pecar o que los hombres deben amarse los unos a los otros.

Pero cada Iglesia tiene sus propios dogmas y los de la izquierda española, incluida sus sucursales independentistas, siguen empeñados en vender una rectitud ética y una superioridad moral que sus acciones desmienten. Según su catecismo para forofos, la corrupción es un comportamiento delictivo exclusivo de la derecha, auspiciado por la maldad intrínseca del capitalismo y que solo excepcionalmente les salpica a ellos.

Por eso, Rufián, dominando la escena, gustándose, con una mano metida en el bolsillo, pontificaba el otro día sobre la connatural y obligada honradez de las izquierdas, olvidándose de un siglo de sueños proletarios traicionados, pero sobre todo de que Oriol Junqueras y otros capos de ERC también fueron condenados por malversación de fondos públicos en la sentencia del Tribunal Supremo sobre el procés.

Pero en España opera una perniciosa doble moral sobre el concepto de corrupción, en parte impuesto por la disolvente propaganda gubernamental de los últimos años, que ha conseguido convertir en progresista el fraudulento pago de regalías a los nacionalistas. Digamos que hay una corrupción ordinaria, considerada universalmente mala, que está asociada al cohecho, la prevaricación, el tráfico de influencias, la malversación o el enriquecimiento ilícito, y que es perseguida de oficio por jueces y policías.

Pero hay otra presunta corrupción política o institucional, cualitativamente más grave, pero de más difícil encaje en el Código Penal, que cuenta con el aval explícito de la mayoría gubernamental y de sus aliados políticos y mediáticos. Es más, sobre ella se fundamentó el pacto de investidura en esta legislatura y continúa siendo el cemento que mantiene con vida al Gobierno en estos excitantes días de contouring, informes de la UCO y meretrices.

Por ejemplo, ¿qué es más grave, que Santos Cerdán haya cometido presuntos «delitos de integración en organización criminal, cohecho y tráfico de influencias» en el caso Koldo o que fuese enviado por Pedro Sánchez a Bruselas a pactar con un prófugo de la justicia el voto a su investidura como presidente del Gobierno a cambio de una ley de amnistía que según él mismo había dicho en campaña electoral era inconstitucional?

Las dos son muy graves, pero mientras que en la primera la investigación ya está encarrilada con Cerdán en la cárcel y su persecución terminará fortaleciendo al sistema democrático, la segunda acaba de ser legalizada por la mayoría socialista del Tribunal Constitucional, poniendo sello de constitucionalidad a lo que una parte mayoritaria de la opinión pública consideran una transacción y una compra obscena del poder: impunidad para unos condenados a cambio de que el Gobierno cuente con los votos necesarios para seguir gobernando.

Rufián también exigió a Sánchez que jurase y perjurase que el caso Koldo no es la Gürtel del PSOE y que nunca veremos un papel que diga P. Sánchez. ¡Pero hombre, Gabriel! Qué es la Gürtel si se compara con la amnistía, el cupo catalán, la condonación de los 17.000 millones de la deuda catalana, el traspaso de Cercanías, la permanente guerra al castellano, el desembarco de los Mossos en los aeropuertos o la transferencia de la competencia de inmigración a Cataluña. Ese ha sido el precio y a todo eso se ha comprometido por escrito P. Sánchez para seguir cuatro años más en el Palacio de la Moncloa. La soberanía nacional, la Constitución, el Presupuesto y la Hacienda pública puestos al servicio de la ambición política de una persona y de su camarilla.

También pertenecen a esa modalidad de corrupción los acuerdos con Bildu, que en menos de siete años ha pasado de apestado político a ser sentado como uno más en la mesa de la gente decente. Arnaldo Otegi puede estar contento de las transacciones con los Sánchez, las Chivite y los Santos Cerdán. No solo está consiguiendo excarcelar a todos los sanguinarios presos etarras condenados a miles de años de cárcel, sino que de propina ha obtenido la alcaldía de Pamplona pese a no ganar las elecciones. Pero además del botín material, ha obtenido otro más simbólico, el del blanqueamiento de su imagen y trayectoria, convirtiendo a unos tipos que aún huelen a zulo e impuesto revolucionario en coautores de leyes como la de Memoria Histórica.  

Esa tupida malla de intereses y presunta corrupción institucional es precisamente el esqueleto que sostiene a Pedro Sánchez. La gobernabilidad en España se ha convertido en una especie de UTE en el que el único objetivo de los socios es la rentabilidad inmediata que cada uno saca de la empresa. Si la sociedad se disuelve, se acaba el negocio y finaliza el reparto de dividendos. Eso explica los teatrales aspavientos de las últimas semanas para no romper con el Gobierno. El dilema es muy sencillo: si cae Sánchez, caen todos y todos pierden.



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