Nadie escribe lo que quiere, escribe lo que puede. No es una boutade la de Borges, cuando recuerda que otros se jacten de lo que han escritor, él de se jacta de sus lecturas. Porque ahí sí: uno lee lo que le da la gana, pero no escribe lo que le da la gana. Ya quisiera. He ahí la fractura. De no ser así, esto de escribir sería el reino de Jauja. Pero no lo es. Lo clavó Alejandro Rossi, al hilo del citado Borges y situando como protagonista al gran Chesterton. Porque «sobrevive quien supera el lenguaje». Estos son muy pocos. Y, a veces, ni ellos mismos lo saben.
Vayamos a Chesterton: Es la desproporción fascinante, dirá Rossi, entre los resultados y las intenciones: «Chesterton quería ser un escritor apologético, ortodoxo, el polemista que defiende una doctrina clara, solar y, sin embargo, siempre era, de algún modo, oscuro, umbroso, satánico y desesperado.» Y Rossi regresa al Chesterton leído por Borges: «Algo en el barro de su yo propendía a la pesadilla; algo secreto y ciego y central.» La escritura es peligrosísima, destapa los oscuros huecos de una existencia. Literaria, por supuesto. Si le divierte al lector seguimos: «Swift se propuso una especie de acusación contra la raza humana y terminó redactando un libro para niños.» Qué distancia entre las intenciones y los resultados. Porque el segundo capítulo de esta fascinante historia, de acuerdo con la excepcional lectura de Alejandro Rossi sobre Borges —en las que son unas de las páginas más brillantes escritas sobre el gran literato argentino están en «La página perfecta» (Manual del distraído, Anagrama, 1980)— las influencias.
«Como juego inocente, recomienda uno al lector que no se fíe de las declaraciones de influencias. Fíjese en los resultados»
Quiera o no, sea consciente o alegue inconsciencia, cualquier escritor borra las huellas. Dice que su influencia es tal o cual, pero como hemos visto en Chesterton, sus resultados se sitúan a una distancia sideral de los que aduce como sus maestros o influencias. Harold Bloom lo clavó cuando lo advirtió en La angustia de las influencias, un libro esencial no solo para comprender el fenómeno, sino para fijar el mito en su lugar. ¿Por qué? Elemental, querido Watson, porque quien decide es el lector. Ya anticipaba Maurice Blanchot: «¿Qué es un libro que no se lee?”»y respondía, con retranca: «Algo que todavía no está escrito». Es decir, la obra es del lector, el lector decide, sentencia las influencias y termina la obra. Para el poeta Robert Browning la cosa estaba clara como el agua clara. Cuando le preguntaron esa simpleza que hoy ya es el catecismo laico sobre ¿qué quería decir con su obra? Browning con cierta irónica retranca majestuosamente anglosajona respondió: «Lo que quise decir con mi obra cuando la escribí sólo lo sabíamos Dios y yo, después de la crítica, sólo lo sabe Dios». Se le olvidó decir, que Dios y los lectores. Estos son los verdaderos artífices de que la obra exista, viva, perdure. Porque, además de que nunca se lee dos veces el mismo libro (y es tan obvio que sobra el comentario), el yo que escribe ya quisiera ser el yo que firma.
Una breve antología recordada por uno en los últimos años. «Yo es otro» (Rimbaud). No es que ese yo soy otro, no, es que es otro. Chamfort (el ilustrado del siglo XVIII). «Yo sin mí que bueno sería.» Ese poeta maldito de los paraísos artificiales, traductor de Poe para Europa, que fue Baudelaire: «Yo no escribo, a mí me dictan.». Borges, siempre Borges, viene a recordar que el tiempo es un tigre que me devora, pero yo soy ese tigre; el tiempo es un río que fluye, pero yo soy ese río; el tiempo, desgraciadamente, es real, yo desgraciadamente soy Borges. Es decir, un Borges que nace en Buenos Aires en 1899 y muere en Ginebra en 1986, pero el otro, el mismo, el que escribe, sigue aquí con nosotros, porque ha trascendido el tiempo, las influencias, las lecturas. Ya hubiera querido él ser ese otro. Son tan pocos los elegidos.
Como juego inocente, recomienda uno al lector que no se fíe de las declaraciones de influencias. Fíjese en los resultados. Quien quiere ser uno es otro. Porque el lenguaje es quien marca las diferencias, no las intenciones. Porque es el lector él que decide, o confirma, o intuye, o advierte, o anticipa esas influencias. Ya quisieran ser muchos los que se consideraran herederos de quienes confiesan su influencia, pero lo que condenadamente resulta se sitúa muy lejos de las intenciones. Este es un ejercicio sumamente divertido y uno, modesta y discretamente, invita al lector a ejecutarlo. No se arrepentirá de comprobar, gozoso, los resultados. Son alucinantes, por ser suaves con los ingenuos.