Durante años nos sermonearon desde púlpitos de hormigón armado. Nos explicaron, con superioridad de seminarista laico, qué era lo correcto y qué no. Qué chistes podíamos contar, qué palabras usar, qué libros leer, qué comer, a qué filósofos citar (siempre franceses y si eran hombres, con perspectiva de género), cómo mirar a una mujer, cómo no mirar a una mujer, y cómo pedir permiso para existir sin agredir al mundo.
Se presentaban como la reserva espiritual de Occidente, aunque vistieran de Zara y se indignaran por el cambio climático desde un coche oficial con chófer. Era la izquierda moralizante, esa que convirtió la política en un confesionario y la virtud en un arma. Pero desde hace unos días, la cortina se ha caído. Y lo que había detrás no era un oráculo progresista, sino un reservado de puticlub pagado con «mordidas» y risas tabernarias.
A la izquierda woke la ha tumbado la izquierda de los tugurios, con olor a Varón Dandy y sobrasada ética, esa que pide un carajillo de Veterano a las once de la mañana y se lleva los sobres de los saqueos antes de engullirse los percebes. Mientras Yolanda Díaz debatía sobre nuevas masculinidades, Ábalos y Koldo decidían si esa noche tocaba Ariadna, la colombiana o Carlota. Feminismo de salón frente a machirulismo de reservados. Y Pedro mirando a otro lado, como quien se hace el sueco en una orgía en Benidorm.
Pero lo mejor –porque siempre hay un clímax en esta zarzuela– es que todo esto ha salido de la grabadora del tipo al que el traje le queda como un castigo y la camisa no le abotona hasta arriba porque su cuello no claudica. Sí, Koldo García, Atila del PSOE, grababa todo.
Porque Koldo es España en chanclas, en su versión más áspera. Un personaje que huele a sobaco de institución y a desinfectante de reservado. El tipo que no hablaba de políticas públicas, pero sí de «o Ariadna y Carlota y a tomar por culo». La izquierda lo vistió de asesor, pero la taberna nunca se le quitó del alma. Y ahora tenemos la banda sonora del hundimiento: una catedral de tacos, billetes y mentiras en estéreo Dolby Surround.
«La izquierda woke, que prohibía los chistes de Arévalo, ha sido enterrada por la izquierda tabernaria, esa que no lee a Judith Butler pero sí grita ‘¡hija de puta!’ con la autenticidad de quien lleva tres pacharanes en ayunas»
¿No eran éstos los que criminalizaban un piropo en una obra? ¿Los que decían que eran feministas porque eran socialistas? ¿Los que denunciaban el heteropatriarcado con un gin-tonic en la mano y subvención en la otra? Pues resulta que sus referentes eran tipos que hablaban de «la Carlota se enrolla que te cagas», organizaban escapadas con Ariadnas recién «perfectas», y calculaban cuántos sobres de 450.000 euros se habían repartido sin pestañear.
La izquierda woke, que prohibía los chistes de Arévalo, ha sido enterrada por la izquierda tabernaria, esa que no lee a Judith Butler pero sí grita «¡hija de puta!» con la autenticidad de quien lleva tres pacharanes en ayunas. Y mientras Irene Montero escribía manifiestos, Koldo decía: «Mejor por WhatsApp, que Signal es peligroso». Política de barra, discreción de cuñado y estrategia de Anacleto, agente secreto.
Aquí se ha roto algo más que un papel, se ha roto la farsa. La izquierda que pretendía vendernos su discurso fino, moralista y progre ha terminado cayendo por lo único que no sabía impostar, la decencia.
Porque la izquierda woke, esa que solo hablaba en inclusivo, ha sido triturada por sus propios camaradas, hombres que condensan lo más rancio del poder en la sombra: copa en mano, cartera caliente y discurso de charcutería. Y es que la verdadera revolución no fue en los ministerios… sino en la fritanga política.
Y no en una cualquiera. En una de esas cantinas con manteles de papel más frágiles que sus principios, que se empapan al primer lamparón y dejan la mesa al desnudo. Servilletas de cuadraditos rojos y un cartel que promete: «Hoy hay lengua en salsa». Y de la otra, también. Porque esto no va de ideología, sino de lo de siempre: de barrigas, bolsillos y braguetas. Pero que no se note, que no se hable, que se apunte en un papel y se rompa. La ética se la dejan a los demás. Ellos, a lo suyo. Carlota, sobres y calla.
Y la ciudadanía española, la de verdad, la que madruga sin sobres ni Carlotas, mira esto con la boca abierta. Porque ya no estamos sólo ante un caso de corrupción. Estamos ante la demolición del relato. La caída del pedestal. La izquierda no ha sido víctima de una conspiración de la derecha, sino de su propio vómito moral.
Quizá algún día aprendan que antes de educar al pueblo hay que predicar con el ejemplo. Pero de momento, están demasiado ocupados escudriñando audios, rompiendo papeles y preguntando si la colombiana venía también.
¿Y esta es la izquierda que pretendía darnos lecciones de moral? Pues qué quieren que les diga. Que se las ahorren. Porque antes de volver a subir a un atril deberían bajarse del reservado, limpiarse la boca y devolver lo que no era suyo.