Hace unos quince años, tanto en el mundo editorial como en el periodístico se empezó a escuchar una de las habituales profecías que suelen traer consigo las revoluciones tecnológicas. A la lectura en papel le quedaban, como quien dice, unos días de vida. Todo iba a sufrir una veloz mutación digital. Y si bien es verdad que el ocio se ha virtualizado de forma imparable, lo mismo que las relaciones sociales, una parte del trabajo e incluso la educación, aún está por ver lo que ocurrirá con la lectura. A pesar de los avances en tantos ámbitos, la edición digital sigue siendo muy rudimentaria, por no decir lamentable. Un ebook ciertamente no es un libro, pero de momento tampoco ha logrado ser nada más que un volcado bastante burdo y desangelado de la página impresa. Ni siquiera los hipervínculos han logrado superar al viejo cuerpo de notas. Más allá de la consulta rápida y fragmentaria de títulos más bien pasajeros, internet de momento solo ha servido para simplificar y aun disuadir la lectura.
Lo mismo ocurre con el periodismo. Desde que empecé a colaborar en prensa digital, no he dejado de quejarme de los endebles criterios tipográficos y más aún de la arbitrariedad con que se mutilan una y otra vez los párrafos. La excusa al principio era que «el sistema» –pero nadie sabe explicar muy bien de qué se trata, Kafka nos asista– «penaliza» la extensión. Google o quien sea, al parecer, obliga a insertar artículos relacionados y a encajar anuncios cada dos por tres. Y si los textos son demasiado largos, la fuerza oscura actualiza el documento por su cuenta y despista al lector, que a menudo tiene que volver a empezar o intentar encontrar el punto en el que se había quedado. Y ahora resulta que la inmensa mayoría de los que leen periódicos lo hacen en el móvil y por eso los artículos tienden a ser cada vez más breves y esquemáticos. ¿Cuál va a ser el siguiente paso?
Vaya por delante que nunca, en ninguno de los digitales en los que colaboro, se me ha exigido que cambie o simplifique mi forma de escribir. Al contrario, siempre he agradecido la generosidad con que se han acogido mis artículos. Pero creo necesaria una reflexión pública acerca de lo que está ocurriendo con la escritura y la lectura en la nueva esfera digital, cada vez más atenazadas por la urgencia y la insustancialidad de un consumo de información desprovisto de alcance, distancia y hondura, algo que está redundado en un empobrecimiento alarmante de la democracia. Un escritor como Rafael Sánchez Ferlosio ya no tendría cabida en este nuevo cosmos, sencillamente porque sus interminables frases –esa hipotaxis que él mismo comparó alguna vez a un bergantín capaz de doblar el cabo de hornos– acabarían siendo troceadas por «el sistema», condenándolo a la ilegibilidad.
La revolución tecnológica –que tantos beneficios nos ha traído, por otra parte– está generalizando un fenómeno cada vez más evidente. El dispositivo se ha adueñado del contenido y del usuario. Espero no ser el único al que la oferta infinita y desbordante de las plataformas de cine a menudo acaba disuadiendo de ver nada, agotado ante la obligación de tener que elegir entre tantas películas, series y documentales. En ocasiones así, la quietud y la singularidad inviolables del libro acaban siendo la mejor opción. Solo en la música clásica me parece que el triunfo de la tecnología ha sido absoluto. Para muchos aficionados, dejar de trajinar con las horribles cajas de cd ha sido una verdadera liberación. Cualquier grabación, por rara y antigua que sea, está disponible de inmediato en la red con el mejor sonido. En este caso, el dispositivo favorece la audición. No ocurre lo mismo con el cine ni con la lectura.
«La lectura, en contra de las profecías más entusiastas que se escuchaban en el cambio de siglo, se está quedando cada vez más alejada del universo digital»
En la vieja sala uno no tenía ninguna relación con el proyector y se limitaba a sentarse y a mirar la película. Ahora, en cambio, el dispositivo se ha convertido en parte indisociable de la experiencia. Giorgio Agamben, en una de sus fascinantes genealogías, ha trazado la historia del concepto de «dispositivo». A su juicio, en el mundo actual el uso se ha adueñado de todo, haciendo imposible la distinción entre lo sagrado y lo profano. Si profanar era devolver a su uso común lo que había quedado separado en la esfera sacra, el imperio del consumo ha hecho imposible esa transacción y ahora habría un solo y único espacio improfanable. Si aceptamos esa premisa, a mi entender convincente, además de seductora, podríamos convenir en que tanto la «contemplación» como «la lectura» eran formas de separación, digamos, sagradas, con respecto al soporte en el que descansaban. Ahora, en cambio, el dispositivo hace cada vez más difícil esa experiencia, entre otras cosas porque viene armado con todo tipo de elementos de distracción, como el mosconeo insufrible de la publicidad. Pero sí, claro, de algo hay que vivir.
Amigos más integrados que yo suelen decir que estas carencias son propias de una transformación tecnológica que está provocando un cambio de civilización. Ya Quintiliano había advertido que el paso de la scriptio continua del rollo a la discontinua del códice arruinaría la lectura. Como ocurrió con la imprenta, tardaremos mucho en entender y calibrar qué galaxia se está generando. Somos, al decir de Félix de Azúa, primitivos de nuestra era y apenas alcanzamos a vislumbrar qué está ocurriendo. Pero de momento tengo para mí que la lectura, en contra de las profecías más entusiastas que se escuchaban en el cambio de siglo, se está quedando cada vez más alejada del universo digital, al menos tal y como lo conocemos ahora. Después de todo, tal vez la pantalla no sea el soporte ideal para algo que necesita silencio, atención y respeto. Jaron Lanier, uno de los padres de la realidad virtual, no se cansa de repetirlo. La herramienta es prodigiosa pero se le está dando un uso nefasto, especialmente en lo que respecta al conocimiento, la creatividad y las relaciones sociales, controlado todo por un gran sistema de manipulación de las conductas. Frente a eso, el libro no solo sigue siendo un invento imbatible sino que inesperadamente se ha convertido en la mejor forma de oponerse a ese nuevo poder cada vez más hegemónico e invisible.