Una vez pregunté a la escritora Leila Guerriero cuál era el libro que más le ha influido sin haberlo leído. Es una pregunta que suelo lanzar a mis amigos, casi como un juego. Muy pocos, por ejemplo, han leído El capital de Marx o El origen de las especies de Darwin o el Corán o la Biblia hebrea y, sin embargo, todos sabemos que estos libros nos han condicionado de un modo u otro. La respuesta que me dio la autora argentina me sorprendió porque apunta hacia uno de los núcleos centrales de la memoria, es decir, hacia la permanencia de las emociones a pesar del olvido. Me dijo que, entre los libros que uno no ha leído, pueden contarse también aquellos que sí ha leído y que, aun sin recordar casi nada de ellos, sabe que le conmovieron. Lo leído y olvidado es también lo vivido y olvidado. O, si se prefiere, lo recreado por el tiempo. En realidad nuestro pasado resulta siempre un misterio.
Me explico. Poco antes de Navidad, mientras iba conduciendo, escuchaba algunas de las canciones que les gustan a mis hijos y empecé a recordar. La carretera atravesaba un bosque, por lo que la luz de las estrellas apenas iluminaba el paisaje. La memoria se infiltró entonces en el presente y ejerció un efecto magnético. Durante semanas abrí cajones y releí cartas y diarios, todo lo que encontraba. Busqué álbumes de fotos en casa de mis padres, recuperé contactos. Me sorprendió lo mucho que he perdido: años enteros de correos electrónicos de la época anterior a Yahoo y Gmail.
Las mudanzas son devastadoras, algo que todos sabemos por experiencia. Los amigos van y vienen, y algunos desaparecen para siempre. En otros casos, se exige una labor detectivesca para localizarlos: saltar de un contacto en UCLA a otro en Australia. Mi mayor sorpresa, sin embargo, fue descubrir que la memoria y el olvido se funden entre sí recreando hasta extremos inverosímiles el pasado. Conservo, por ejemplo, una fotografía con algunos amigos de Nueva York tomada el día de su graduación en Columbia y, además, en mi diario reproduzco la conversación que mantuve con la novia surcoreana de uno de ellos aquella misma noche.
En cambio, no recuerdo nada del día de la graduación; sólo una charla –que podría reproducir casi con exactitud– y que yo situaba falsamente en su apartamento mientras desayunábamos. ¿Mienten los documentos escritos y las pruebas gráficas o mienten nuestros recuerdos? Quizás, de algún modo, todos nos inducen a error.
«¿Cuántos escritores han marcado nuestras vidas sin que después seamos capaces de reproducir más que una línea?»
El pasado nos dibuja y desdibuja constantemente, aunque no sabemos si lo que recordamos fue del todo real o ha sido en parte inventado. Creo que Leila se refería a esto cuando me hablaba de una conmoción cuyo motivo ya no somos capaces de identificar plenamente. Quizás pensara en Dostoievski o en Tolstoi, en Conrad o en Kipling. Quizás fuera la lectura de Stevenson o de un poema de Emily Dickinson. ¿Cuántos escritores han marcado nuestras vidas sin que después seamos capaces de reproducir más que una línea o, a lo sumo, unos pocos versos de su obra? Hay algo profundamente estremecedor en ello porque, aunque sepamos nombrar a los demiurgos que han modelado nuestra alma, ignoramos de qué modo lo hicieron, más allá de que nos impresionaron (o de que los detestamos).
Del mismo modo, en la vida, lo que olvidamos sigue escribiendo en nuestro interior con una letra invisible que podemos borrar, pero no eliminar. Somos hijos de este vacío.