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Lo personal es fatídico, por José Luis Pardo

by Marko Florentino
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Hace unos días quedé a comer con un amigo en su barrio, uno de los más agradables de Madrid. Como hacen quienes aún conservan la costumbre de pagar en efectivo, antes de llegar al restaurante pasamos por su sucursal bancaria para que sacase dinero en el cajero automático. Lo hizo, pero debió surgirle alguna duda al actualizar su saldo y me pidió que esperase un momento, que iba a hacer una pregunta. Pasó a la oficina, y yo contemplé la escena a través de la vidriera. Le recibieron como si fuese un francotirador con un rifle de repetición en la mano: todos los empleados levantaron ligeramente el trasero de sus asientos como si hubiesen visto a un extraterrestre, y supongo que el director se dispuso a pulsar la alarma, bloquear las puertas y alertar a las fuerzas del orden. Hasta yo me asusté. Mientras mi amigo intentaba explicar sus intenciones, el bancario que estaba sentado más próximo a él le indicaba con la mano que no intentase acercarse más, y pude oír a través del cristal cómo le gritaba que tenía que solicitar una cita con su asesor en una oficina especializada, porque esa sucursal ya no se dedicaba a la banca personal.

Mi amigo salió del banco muy contrariado. Me explicó que la cuenta bancaria que tenía en aquella sucursal –probablemente, a diferencia de otros personajes muy de actualidad, mi amigo sólo tiene una– procede de la que abrieron sus padres cuando él nació, con una imposición de diez pesetas, en una época en que la entidad, a la que mi amigo después contribuyó modestamente a rescatar de la quiebra con sus impuestos, llevaba aún el bíblico nombre de «monte de piedad». «¡Banca Personal! ¡Banca Personal» –repetía una y otra vez, como el que deletrea un oxímoron enigmático–, «pero, ¿se puede concebir algo más impersonal que el dinero?».

Y, en cierto modo, tenía razón. Antes de la última revolución tecnológica, los establecimientos financieros conservaban un obsoleto departamento de recursos humanos, pero nadie en su sano juicio confundía las relaciones entre la banca y sus clientes con los vínculos personales que mantenemos con nuestras familias y amistades, tal y como recomendaba el circunspecto Mr. Banks de Mary Poppins. Además, durante años impidieron esa confusión los antipáticos rostros de los sobreexplotados empleados que, con una prodigiosa habilidad manual para contar billetes sin bajar la vista, poblaban las ventanillas de caja.

Es cierto que había otros empleados encorbatados que a veces sentaban a los depositantes ante sus mesas creando la ilusión de un trato más cercano, y hasta los tuteaban; pero era una ilusión parecida a la del timo del toco-mocho, sostenida únicamente por la más o menos consciente voluntad de autoengaño de quienes fingían tener «un amigo en el banco», y se disipaba rápidamente en cuanto el cliente pedía más de lo permitido por sus garantías de liquidez o se estrellaba contra la implacable lógica del beneficio que domina este negocio: todos sabemos lo mal que acaban las relaciones de amistad y familia cuando en ellas se entremete el poderoso caballero Don dinero.

La crisis de 2008, que señaló el momento en el que tener un empleo en un banco dejó de ofrecer seguridad a largo plazo, terminó con lo que pudiera quedar de esa fantasía. Y la facilidad con la que los trabajadores de banca han sido sustituidos por cajeros automáticos y servicios digitales prueba el carácter escasamente humano del oficio.

«En esos locales ya no hay ventanillas de caja ni tampoco mesas visibles con empleados martilleando los botones de su calculadora»

Entonces –continuaba razonando mi amigo–, dado que el despilfarro está reñido con el ánimo de lucro que es la esencia de toda empresa, pero muy en especial de ésta que maneja una única mercancía, el dinero, cuyo único instinto es el de multiplicarse, «¿cómo explicar que ahora hasta un mindundi como yo tenga un gestor bancario personal, como si fuera Bill Gates?», se preguntó. Le hice ver que había una diferencia: gentes como Gates o Elon Musk tienen, sin duda, asesores financieros, pero los pagan ellos, no su banco; las oficinas de banca personal no están pensadas para ellos, ya que sus astronómicas fortunas les liberan de tener que acudir en persona a esas sórdidas entidades y, antes bien, son los banqueros –no los bancarios– los que tienen que pedir audiencia con ellos.

Unos días después, mi amigo me llamó para relatarme su experiencia al acudir a su nueva sucursal de «banca personal», que ya no estaba situada a unos pasos de su casa, sino a unos cuantos kilómetros de distancia. Como quien acaba de comprender que vive en un planeta desconocido, iba desgranando su asombro desde el teléfono. Su primer descubrimiento fue que en esos locales ya no hay ventanillas de caja ni tampoco mesas visibles con empleados martilleando los botones de su calculadora como los que mi amigo recordaba. Son –me explicaba– interiores oscuros, parcamente iluminados con una luz fría de tipo fluorescente, inspirados en los diseños de Jean Nouvel para el MNCARS o para el Teatro Guthrie de Minneapolis.

Segundo impacto: como si se tratase de un aeropuerto, es preciso pasar varios controles de seguridad ante agentes entrenados en disuadir a toda persona non grata, hasta que, si se tiene éxito, se accede a una fila de pequeños cubículos que funcionan como una suerte de confesionarios, aunque en este caso la dignidad sacerdotal no está reservada en exclusiva a los varones (sino más bien al contrario).

Finalmente, mi amigo fue invitado a pasar a uno de estos locutorios, en el cual, como en la iglesia, no podía ver con claridad el rostro del confesor-asesor, pero no porque estuviera velado por una rejilla, sino porque estaba parcialmente oculto tras la tapa del ordenador portátil en el que los ojos del experto escrutaban con preocupación y desgana la humildad de sus cuentas. Según mi amigo, este ambiente intimidatorio está pensado para que, más tarde o más temprano, en ese clima de reserva, obsesionados por mostrar ante el otro que somos algo más que esos pobres y descarnados números que está mirando, acabemos confesando nuestros pecados (el desempleo, la vejez, el divorcio, la enfermedad, la precariedad laboral, la cortedad de nuestros ingresos, lo ridículo de nuestros gastos y un montón de cosas más). Y ahí es donde todo se vuelve personal.

«El dinero no desperdicia ninguna ocasión de reproducirse, por pequeña que sea»

Los prejuicios nos inclinan a pensar que es contradictorio que un banco se preocupe por nuestras miserias personales. Nada más lejos de la verdad. El dinero está dotado de una ilimitada capacidad para sentir un sincero interés (compuesto) por nuestras más ínfimas venturas y desventuras. No, desde luego, porque se desvele por nuestro bienestar, sino porque no desperdicia ninguna ocasión de reproducirse, por pequeña que sea. ¿Recuerda el lector el denuedo con el que, en la citada película de Disney, los jefes de Mr. Banks, los banqueros Dawes, perseguían los dos peniques del más pequeño de sus hijos?

Del mismo modo que los acreedores de los Estados en ruina o de los clientes embargados pueden convertir su deuda en capital, adquiriendo el país o la casa de sus deudores, así también los bancos pueden rentabilizar las desdichas de los particulares, perdonándoles sus pecados a cambio de extraer de ellos una (modesta) inversión en bolsa, un seguro dental, una suscripción a un gimnasio, una tarjeta de crédito, una póliza de entierro, una tablet a crédito o un préstamo (no hay que decirlo: personal) adaptado a su penosa circunstancia. Y son pocos los que salen del confesionario sin alguna penitencia que cumplir mensualmente. 

Y es que el dinero, muy especialmente el que ahorramos, se mezcla con todos nuestros pequeños o grandes anhelos. Yo pensaba en las diez pesetas que los padres de mi amigo ingresaron en el banco cuando él vino al mundo, y lo veía secretamente cargado con todos los temores y esperanzas que se albergan ante el nacimiento de un hijo. Claro está que la decencia profesional de los bancarios de aquel tiempo y su elemental sentido de la vergüenza les hubiera impedido interrogar al matrimonio hasta hacerles confesar sus más íntimas expectativas para capitalizar detalladamente todas sus disposiciones emocionales; y tampoco aquellos padres se habrían prestado a abrir su corazón a un perito del rédito. Esto es lo que ha cambiado. Y lo que más indigna y escandaliza a mi amigo es que, como le contestaron cuando protestó ante la entidad por haberle cambiado de sucursal sin consultarle ni informarle, todo ello se justifica porque el banco afirma haber convertido al usuario en el centro de su negocio y haberse volcado en la «atención personalizada a las necesidades del cliente».

Para consolar a mi amigo, o quizá para sincronizarle con el siglo XXI, sólo se me ocurrió señalarle que este procedimiento no es exclusivo de los bancos, sino que se trata de un modelo que domina la mayoría de las organizaciones, y –lo que es más notable– no sólo de las privadas. Porque esta «novedad» se presenta como el prodigioso fenómeno del empoderamiento (vocablo horrísono, aunque no tanto como su significado) de todo tipo de clientes y, por supuesto, de todo tipo de votantes.

«Cuando gritábamos ‘lo personal es político’ lo hacíamos para evitar que las injusticias se excusaran por ser asuntos ‘privados’»

Un fenómeno que sólo puede comprenderse si se analiza su uso comercial. Se dice, por ejemplo, que tal sujeto individual o colectivo se ha empoderado porque, en su desesperación por aumentar el número de clientes, las empresas (públicas y privadas) se han centrado en hacer «estudios de público» para identificar a sus consumidores, extraer perfiles significativos y fidelizarlos mediante la ficción de un trato «personalizado»; es decir, se entiende que, también por ejemplo, el lector de periódicos, el visitante de museos o el comprador de calcetines han ganado poder porque se han convertido en clientes cautivos de unos productos cuya publicidad halaga su identidad.

Cuando, no hace mucho, gritábamos aquello de «lo personal es político», lo hacíamos con ánimo de evitar que injusticias y chanchullos como la violencia machista o el blanqueo de dinero pudieran ampararse en la excusa de que se trataba de asuntos «personales» o «privados», pero no preveíamos que la consigna pudiera llegar a invertirse hasta convertir en personal no sólo lo económico, sino también lo político. Al escuchar a nuestros actuales líderes hablar de capitalizar políticamente (léase «electoralmente») el sufrimiento, las esperanzas y los afanes –cosas todas muy personales y empalagosamente emocionales– de la ciudadanía, ¿cómo evitar sentir la misma inquietud que cuando un asesor bancario rebusca una oportunidad de negocio entre los gastos ordinarios de sus clientes, y la misma sospecha de estar ante alguien que olfatea las heridas más sangrantes, no con el ánimo de curarlas, sino con el de convertirlas en ganancias, aunque en este caso se cuenten en votos?

Y se pone de manifiesto con toda claridad que se trata de un concepto del marketing trasfundido a la política cuando se habla, entre otros casos, del «empoderamiento» político de las mujeres o de los grupos «vulnerables»: se les perfila e identifica para mantener a su género tutelado dando lugar a la ilusión de que ellos o ellas «son el centro» de las políticas, cuando en realidad son su clientela. Como en el caso del dinero, la construcción de identidad no tiene nada que ver con la individualidad o la intimidad: dotar a alguien de identidad no es acertar con su singularidad personal sino, al contrario, insertarlo y estabularlo en un género definido por sus rasgos colectivos comunes, y convertirlo así en parroquiano fijo, para lo cual todos tenemos que marchar con las tripas por delante, salir del armario y sacar de él todas nuestras miserias para ponerlas a cotizar en el mercado de lo personal.

No olvidemos que el término «personalizar» traduce el inglés customize, y el customer es el cliente. En esto ha venido a parar la sublime concepción posmoderna de un poder que no tiene apellidos ni cualificaciones ni objetivos, que no desea más que poder, sin que sea en absoluto pertinente discernir para qué se quiere el poder o qué se pretende hacer con él, ya que basta con tenerlo y poder dar muestras de ello para encontrar satisfacción. Y, como suele ocurrir en estos casos, en su simplificación populista, el «empoderamiento» muestra con acritud la ingrata verdad de la aparente sofisticación elitista de esa noción de poder desnudo y abstracto.

Así que dice mi amigo que, igual que caritativamente diferentes proveedores nos envían a diario piadosos avisos contra la suplantación de personalidad por internet y otras variadas estafas telefónicas o informáticas, debería haber también advertencias contra la personalización, y en las comisarías habría que habilitar un departamento de persecución del empoderamiento. Y yo creo que también en esto tiene razón.





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