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Lo que hay que ver

by Marko Florentino
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Cuando el Asunto Wikileaks, se publicaron unos documentos sobre El Vaticano que eran descacharrantes, no tanto en sí mismos como en la interpretación que les daban los agentes de Assange. Lo más gracioso era lo que decían de una supuesta lengua vaticana en clave: «Una lengua extraña que usan para que no se les entienda más allá de los muros de su pequeño Estado». Algo así decían los documentos, fruto de la ignorancia del espía de turno respecto al latín. Que por supuesto no había leído ni a Anthony Burgess –Poderes terrenales–, ni a Roger Peyrefitte –La sotana roja–, ni a Morris West –Las sandalias del pescador– o visto su adaptación cinematográfica, por poner sólo tres ejemplos, tan dispares entre sí, que tal vez lo hubieran orientado un poco por distintas vías.

Tuve la semana pasada la peregrina idea de ir a ver Cónclave, una película que me pareció teñida del prejuicio luterano habitual frente al catolicismo. La terrible Inquisición, el oscurantismo y la codicia económica como común denominador, ya saben. Después, las tendencias. La última es aquella que contempla el «oscuro catolicismo» desde una voluntad de comprensión «liberadora», partiendo de una combinación de hechos más o menos reales para desembocar en el objetivo buscado, irreal a veces, otras, absurdo. Y eso me pareció Cónclave.

No sé cuántos spoilers voy a perpetrar en folio y medio –intentaré evitarlos–, pero pido disculpas de antemano: nada contaré del argumento. Aun así, los que quieran ver la película, que se abstengan de leer esto. La cosa comienza con gran aparato musical de misterio e intriga a todo volumen. Como quien avisa no de un crimen, sino de una sucesión de ellos. Como si la película no fuera a tratar de la elección de un Papa, sino del regreso de Nosferatu. Algo muy insano amenaza o tienta al espectador y ese algo reside en El Vaticano, donde transcurre la acción, nos dice esa música. La cosa no amaina en todo el metraje –más bien va in crescendo, como debe de ser en una intriga– y así hasta el final con una explosión en el techo de la Capilla Sixtina –o su modesta reproducción, pues no han filmado en el interior del Vaticano– que tiene más de Dan Brown y su Código Da Vinci, o sus Ángeles y Demonios, que del Apocalipsis de san Juan. Entre medio, los tópicos que usted quiera.

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Citaré algunos: la crítica a la sumisión servidora de las monjas, muy remarcada. El cardenal, déspota y caprichoso, que representa el conservadurismo y la tradición con un discurso que parece una caricatura de la última Oriana Fallaci. El cardenal anglosajón que, desde Marzinkus como inspiración, conspira metido en asuntos de dinero. Otro que simboliza el catolicismo del llamado Tercer Mundo y parece el indio Chiquito de las aventuras de Tintín –que, en El templo del sol, se revela sacerdote de la religión inca–. (Vive en secreto –sin que la Curia lo conozca ni sepa nada de su destino– nada menos que en el Kabul de los talibanes). La trastienda de las votaciones del cónclave se parece a unas primarias del Partido Republicano y la inspiración del Espíritu Santo es una leve brisa que mueve los folios cardenalicios.

«La eternidad del tiempo, tan cara a la institución, no asoma ni la nariz»

No sigo por no romper mi promesa de no contar argumento o trama narrativa. Sólo diré que el final es de traca –qué entenderá el guionista sobre el camino de renovación de la Iglesia– y todo lo que lo envuelve, bastante tramposo y sometido con entusiasmo a las últimas corrientes sociales a la moda. La eternidad del tiempo, tan cara a la institución, no asoma ni la nariz. Me temo que la película será muy vista y aplaudida, y ya se habla de darle el Óscar a Ralph Fiennes, cuyas caras a veces parecen las de un lagarto y otras las del mago Voldemort en Harry Potter.

En el tercer curso del antiguo Bachillerato –teníamos entre 12 y 13 años– no fuimos pocos los que en España aprendimos lo que era un cónclave, su liturgia, su secretismo y su funcionamiento interior. Aprendimos su historia y sus casos más llamativos, donde hubo de todo, como encerrar a pan y agua a los cardenales y no dejarles salir durante tres años hasta que no hubiera un nuevo Papa: ocurrió en el siglo XIII a la muerte de Clemente IV. Otros tiempos. Pero ya son muchos más aquellos que nada saben de un cónclave para la elección papal y para los que esta película será «la verdad» de lo que es un cónclave vaticano. Y como vivimos una época en que la verdad no lo es y la mentira es una de las formas de la llamada posverdad, no sería raro que la ficción cinematográfica los instale en una aparente verdad que tampoco lo es. Y que siga la fiesta, que tanto da.



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