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Lo que tapa Jumilla

by Marko Florentino
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El asunto de Jumilla y la prohibición, tan razonable como necesaria, de usar instalaciones deportivas municipales para actos religiosos —no solo musulmanes, como los previstos para el final del Ramadán, la fiesta del degüello del cordero (¿pero no se había prohibido la matanza del cerdo en España?)— va mucho más allá de la manida polémica que las izquierdas han manipulado con entusiasmo, aprovechando la ocasión para acusar a la derecha de racismo y xenofobia. Todo ello con un ojo avizor en la campaña electoral que ya hemos comenzado a sufrir. Lo que se escamotea es un debate mucho más profundo sobre la inmigración —tanto la legal como la ilegal— que, en gran medida, viene asociada al islam como religión conflictiva. No ocurrió con el casi millón de rumanos ortodoxos o laicos, ni con la multitud latinoamericana, grandes colectivos cristianos que no plantearon problema alguno.

La Constitución, como en todas las democracias dignas de tal nombre, garantiza la libertad de culto. Incluso para aquellas religiones poco dadas a respetar los derechos humanos entre sus propios fieles. Esta es una de las grandes virtudes, pero también una debilidad del sistema, que permite además la existencia de partidos que promueven programas anticonstitucionales y antidemocráticos. Y así nos va.

Pero ese no es el principal problema, aunque sí uno muy grave y de difícil solución salvo que la sociedad evolucione hacia la Ilustración plena. El verdadero problema es que algunas religiones, en sus versiones más radicales, se permiten saltarse el marco aconfesional de convivencia que toda democracia exige. No distinguen entre lo privado y lo público. Por supuesto, sectas radicales del cristianismo —los amish o cuáqueros, en Estados Unidos, o los Testigos de Yehová, que no permiten las transfusiones de sangre pero permiten morir a sus hijos— o del judaísmo ultraortodoxo —en Israel— también maltratan a sus miembros. Pero ninguna como el islam, especialmente respecto a las mujeres y los menores. Occidente tiene un problema mayor con el islamismo, que decidió hace décadas abortar su evolución hacia formas más tolerantes y secularizadas para abrazar una ortodoxia radical y falsa, impuesta en amplias zonas del mundo árabe, africano y asiático. Baste con un ejemplo: criminalización del homosexual y de la adúltera. Y esta doxa la exportan allá donde van.

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Esta religión no solo no distingue entre lo privado y lo público, sino que se ha convertido en una forma política de organización social. En resumen: sustituir el código penal democrático y el Estado de Derecho por una sharía antidemocrática. Casi nada. La amenaza, por tanto, es doble: cercena las libertades individuales de sus víctimas y frena la democratización de esos países y, mediante la inmigración, o el adoctrinamiento de segundas o terceras generaciones (en Francia, claramente), amenaza nuestro modelo de convivencia.

La consecuencia inmediata para Occidente es que con la llegada de inmigrantes musulmanes —buscando una vida mejor que no encuentran en sus países bendecidos por Alá— se importan de paso sus modos de vida oscurantistas y contrarios a los derechos humanos. Por ahora, estas prácticas se limitan a sus propias comunidades, pero como ciudadanos residentes merecen especial atención cuando incurren en abusos o delitos contra sus propios integrantes: matrimonios forzados, machismo abominable que deriva en abusos, tribunales privados que aplican la sharía integrista; en definitiva: nula o mala integración

Qué más querríamos que se integraran, pero no ayuda cuando uno se señala a sí mismo con velos, burkas, burkinis y túnicas. Y en casos extremos, la inmigración ilegal musulmana genera inseguridad ciudadana. La cual genera su contraparte, una reacción violenta antimusulmana. Es una realidad ante la cual no caben buenismos ni negar la evidencia.

El islam, hoy, no es una religión más: es una ideología totalitaria, expansiva, intolerante con sus propios fieles y con los demás, que genera problemas de integración. Aquí Vox acierta cuando advierte que pone en peligro nuestro modo occidental de entender la libertad individual y nuestro modelo social de libertades. La llamada teoría “del gran remplazo” no es un delirio conspirativo, sino un reflejo de datos demográficos y realidades sociológicas que ya no son marginales en ciertos lugares de Europa.

Por eso resulta inaceptable que la Conferencia Episcopal y alguna organización judía critiquen la resolución de Jumilla, poniendo sus barbas a remojar. Es lógico que a estas religiones también se les aplique la misma prohibición en el uso de las instalaciones municipales; y así debería ser en todos los polideportivos de España. Mas debería callar la Conferencia Episcopal, que goza de una manga ancha inmensa para manifestarse en espacios públicos, sobre todo en Semana Santa.

Sería deseable, como en Francia y otros países avanzados, prohibir el uso de signos o vestimentas religiosas en las escuelas, baluartes de la laicidad. Y prohibir el uso del burka, que oculta la identidad por motivos elementales de seguridad. Igual criterio cabe para el odioso burkini —ese oxímoron y neologismo entre la prenda más miserable y uno de los atuendos más libres que ha creado el mundo occidental—, cárcel ambulante que no debería permitirse en piscinas públicas, ni por razones higiénicas ni éticas (nadie aceptaría que una monja se bañara con hábito, sería un espectáculo dantesco). Ni en las playas, por decoro y feminismo elemental.

Pero más allá de estas consideraciones está el problema de fondo: las mujeres musulmanas (muchas veces niñas) tapadas son un símbolo de opresión machista y vector de propaganda política. Este programa merece combate.

Si por inexplicables o, más bien, electoralmente motivadas razones, la izquierda decide abdicar de esta lucha contra el oscurantismo en nombre de una falsa libertad y una multiculturalidad ficticia, será la derecha la que recoja la antorcha del verdadero progresismo. Que la extrema derecha nacionalista, española o catalana (Aliança Catalana sube proporcionalmente tanto como Vox), la enarbole con más vehemencia es expresión de un sentir ciudadano creciente, y de la ley inexorable del péndulo, que ha puesto en marcha un wokismo biempensante, pero iletrado.

Que lo tomen nota los partidos centrales y centristas. Amén.

Coda 1) Montoría. Remedando aquellas cacerías instigadas por el hoy tan protagonista de la actualidad, el exministro Cristóbal Montoro, Hacienda le acaba de abrir una carpeta (precisamente ahora, qué casualidad, ¿acaso todo lo que se le investiga no se sabía ya antes?) al rey emérito, por su posible falsa residencia fiscal en Emiratos 

Árabes Unidos. Una manera sutil de complicar el regreso, e incluso las visitas, de Juan Carlos a España, y la posibilidad de un negrísimo horizonte penal, que tendría repercusiones más allá de su propia persona, afectando a la línea de flotación de la institución monárquica, clave de bóveda de la Constitución española. Y a escasos meses del 50º aniversario de la muerte de Franco… y de la publicación del libro-testimonio de uno de los artífices de la Transición.

Coda 2) Doctor Trump en Alaska. Episodio tragicómico de una cumbre paródica digna de la Guerra Fría, el encuentro previsto para el 15 de agosto en Alaska entre Trump y el criminal de guerra Putin parece más un vodevil con tintes fúnebres que una cumbre diplomática que contribuya al final de la guerra en Ucrania. La ausencia de Zelenski, o siquiera de un delegado suyo, es un agujero negro que devora cualquier mínima esperanza. Pero lo peor no es sólo por la falta de Ucrania en la mesa, sino las palabras de Trump declarando que “la paz” sólo será posible si Ucrania abdica de territorios ya devorados por Rusia. La moraleja del personaje es clara: sin brújula ética, toda su política es ventajismo crudo, oportunismo político o personal sin escrúpulos disfrazado de diplomacia. ¿El siguiente objetivo será ayudar a Netanyahu en sus nuevos planes para seguir martirizando a la población gazatí?

¿Cabe esperar algo distinto de quien usa aranceles y sanciones como fusiles y castiga a sus propios aliados? El legado de Trump no será un Nobel de la Paz, como grotescamente pretende, sino la demolición del multilateralismo, el ninguneo de Europa, y la alfombra roja para que la dictadura china ocupe sin tapujos el trono mundial. Lo incomprensible es que nadie en su entorno, en vez de contenerlo, se lo jalee. Sólo la “mano invisible” el mercado lo podría poner en su sitio.

Coda 3) Ocupar el infierno. La jugada de Netanyahu, criticada por medio mundo, hasta por su jefe del ejército y muchos judíos, de ocupar temporalmente Gaza para acabar con Hamás, todo apunta a que no es menos que un disparate peligroso. Claro que empeorará de entrada la ya insoportable tragedia de la población local. Pero tal vez, solo tal vez, sea la única forma de poner fin a meses de represalias israelíes en la Franja, con crímenes de guerra incluidos y bien documentados. Si al final esto detiene el baño de sangre y logra imponer el control de la Autoridad Palestina —esa que administra Cisjordania— y reduce a Hamás a una sombra, entonces la maniobra habrá tenido algún sentido. Aunque, como siempre en los conflictos de Oriente Medio, el precio se paga en vidas y dudas morales.

Coda 4) Centro español y mucho español. Miriam González, experta en Derecho Europeo, española de pasaporte y esposa del liberal ex viceprimer ministro británico Nick Clegg, parece tantear el terreno para comandar un nuevo artefacto político “centrista” y liberal en España. La inspiración provendría del grupo liberal Renewal del Parlamento Europeo, que siente el hueco sentimental de no tener españoles desde que UPyD y Ciudadanos perdieron sus asientos. El remedio alternativo, claro, sería reincorporar a los antiespañoles del PNV y de Junts, viejos conocidos de la anterior marca liberal ALDE.

Pero la cosa no es solo europea. Lo que queda de Ciudadanos —ese proyecto que fue el experimento más ilusionante de la democracia y acabó estrellado contra su propia arrogancia ciega— podría ser el núcleo cogenerador del invento. El espacio existe: entre un PSOE en caída moral libre que se ha evaporado como fuerza socialdemócrata y un PP condenado a convivir con su pasado y a gobernar hipotecado por Vox. El centro liberal, un espacio sin tentaciones de pactar con nacionalistas ni ultras, sigue siendo tierra de nadie. Un partido bisagra que impida que el PSOE se arrodille ante separatistas y que el PP dependa de la ultraderecha sería, en teoría, un dique razonable a los extremos y un factor de moderación y europeísmo en la agitada vida política española.

Pero ahí acecha la ironía: si la nueva criatura solo absorbe votos del centro pero los convierte sólo en escaños de humo, la Ley D’Hondt acabará transformando la operación en un acto de sabotaje involuntario contra la alternancia. El infierno, ya se sabe, está siempre empedrado de intenciones impecables.

Coda 5) Intentos. José María Ángel Batalla, ex alto cargo socialista y presunto falsificador de títulos, parece que ha intentado matarse. Mala noticia, incluso para quienes no creen en Dios, en la vida eterna ni en la universidad española. El hombre, dicen, tenía un alto sentido del honor, y el honor mal entendido suele llevar a la tragedia. El suyo habría sido más útil reconociendo la trampa, devolviendo lo que no era suyo y quizá, por primera vez en su carrera, diciendo la verdad.

Porque lo honorable, en política, no es morir: es quedarse vivo para rendir cuentas. Y, ya puestos, para cantar. Cantar todo lo que sabe sobre cómo se falsifica un currículum sin que salte ninguna alarma; o hasta que conviene que salte. Y lo que sabe de lo que pasó en la Dana. Esa colaboración con la justicia y con la sociedad sería un servicio público de primera necesidad. Y de paso, dejar de ser un sectario, que es el suicidio intelectual más extendido. En definitiva, hacer lo que todavía no han hecho los que sí tienen motivos para hacer intentos: los etarras y sus herederos: confesar, colaborar con la justicia, pedir perdón y contribuir a la reconciliación en su territorio y en el resto de ese Estado que ha sido magnánimo con ellos.



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