Cuando se denuncia la captura partidista de las instituciones estatales, no se hace a humo de pajas: como dijo con acierto Mario Vargas Llosa en El pez en el agua, crónica de su fracaso como candidato presidencial en el Perú, la identificación de partido y Estado es el rasgo definitorio del subdesarrollo político. Porque la democracia liberal se basa en la premisa contraria: recelosa del abuso de poder e interesada en el buen funcionamiento de la maquinaria estatal, su diseño tiene por objeto fijar límites a aquello que los gobernantes electos pueden decidir de manera directa. Y es que estos no solo pueden llegar a corromperse, sino que existe el riesgo de que distorsionen los datos estadísticos e informes técnicos de los que depende la buena gestión pública.
Viene esto a cuento de la chocante revelación contenida en las memorias políticas de Nadia Calviño, exministra de Economía que ocupa hoy la presidencia del Banco Europeo de Inversiones, acerca de su papel en la reevaluación de la metodología con la que el Instituto Nacional de Estadística calcula el crecimiento del PIB nacional. Según dice Calviño, el ministerio tenía claro que el crecimiento de la economía española se había venido subestimando desde el inicio de la pandemia. Y aunque no les era posible decir nada en público sobre el asunto, podían «tratar de ayudarles a nivel técnico para mejorar sus metodologías», que es lo que confiesa que hicieron. Tanto el presidente del Gobierno como algunos de sus ministros, entre ellos María Jesús Montero y José Luis Escrivá, pusieron en duda por aquel entonces las cifras proporcionadas por el INE; el presidente del organismo, Juan Rodríguez Poo, terminó por dimitir alegando motivos personales.
La noticia ha causado cierto revuelo, aunque no demasiado: los españoles andamos curados de espanto. Y quizá no deseamos llegar a tener también esa mosca detrás de la oreja: pocos datos influyen más que el PIB —quizá solo esa tasa de desempleo que tanto ha cambiado desde que contamos fijos discontinuos donde antes veíamos parados estacionales— en la percepción que el público tiene de su gobierno. Pero no es menos cierto que existe una brecha creciente entre el triunfalismo de un gobierno que describe la economía española con un cohete y el malestar de unos ciudadanos que sufren el embate de la inflación, la precariedad de los salarios y la crisis del mercado de la vivienda. O sea: mientras se nos asegura que la economía está boyante porque los números así lo indican, el citoyen moyen se enfrenta a problemas de —palabra de moda— «asequibilidad». ¡Menuda coincidencia!
Resulta así desafortunado que haya motivos para recelar de un Gobierno que ha destacado por su ambigua relación con la verdad y por la desenvoltura con que instrumentaliza unas instituciones —del CIS a TVE— que son de todos y, en consecuencia, no son de nadie. Tampoco faltan precedentes: los gobiernos de la Grecia preolímpica mintieron sobre su déficit público y The Economist dejó de publicar los datos de inflación que ofrecía el gobierno de Cristina Kirchner. En fin: por algo exige el Reglamento de la UE que los directores de los institutos nacionales de estadística sean «los únicos responsables para decidir los métodos, las normas y los procedimientos estadísticos» aplicables en cada caso.
Nadie sabe si los datos que ahora suministra el INE son menos rigurosos que los anteriores a la dimisión de Rodríguez Poo o pasa justamente lo contrario; es posible que la inmigración masiva y los fondos europeos ayuden a explicar, demanda interna mediante, el crecimiento del PIB. Pero cuando este Gobierno pide que confiemos en él, a más de uno le da la risa. ¡Hay que ganar el relato!

