¿Qué queréis que os diga? se preguntó Loquillo en el escenario en su primer concierto en el Gran Teatro del Liceo de Barcelona. Lo decía todo sin decir nada, empapando en la pregunta todas las emociones y significados que ese momento implicaba en la carrera del músico barcelonés. El público no dijo nada, apenas unos aplausos y alguna risa cómplice, quizás también dispuesto a que su silencio fuese lo más elocuente.
La elocuencia, indispensable en la construcción del personaje Loquillo, llegó más tarde, cuando en el mar de palabras que pautó el concierto, unas cantadas, poemas, otras dichas, presentaciones que nadaban en la indisimulada satisfacción de quien ha añadido una muesca en la culata, quizás para él de las más significativas, Loquillo explicó que su manera de hacerse mayor consiste en abrazar la palabra escrita y cantarla. Lo lleva haciendo años, pero ahora ha decidido que sea su cátedra. Y para él y para ello no hay mejor paraninfo que el Liceo. Allí, bajo el abrigo del festival Mil•lenni, Loquillo ejerció de clásico con algo tan clásico como la poesía, palabras ajenas que todo el mundo puede hacer tan propias como la misma piel. Cosa extraña en noche de tal significación: diez minutos antes de comenzar el concierto la puerta del Liceo estaba casi desierta, con una cola tan escuálida como torrentera en pleno estío de sequía. Y es que todo el mundo ya estaba dentro, ataviado en términos generales con la parca y negra elegancia del convocante.
No es que no hubiera rock, El encuentro lo tuvo, Rusty, con Loquillo dando pasos de baile ya suelto y autocomplacido, lo tuvo, Cuando pienso en los viejos amigos es Trogloditas, pero el mensaje ampliamente difundido en sus declaraciones y en el recopilatorio que presentaba, Transgresiones, indicaba que no era eso lo más significativo, que lo importante era celebrar la supervivencia y capacidad de adaptación del más listo de la clase del 77. Y quizás por la importancia de la cita, el público respondió con cierta contención, los bises apenas fueron solicitados, como viviendo hacia adentro eso que significa hacerse mayor, que sí, da mucha sabiduría, pero también dibuja el final de la fiesta. Loquillo le puso palabras al presentar No volveré a ser joven diciendo “con 33 años la interpretaba, a mis 63 la entiendo mejor”. Lo afirmó como él habla, con esa capacidad de pronunciar “tirita” como si dijese “epistemología”.
Reforzando ese aire de clasicismo inmarchitable, un antídoto, otro, contra el paso del tiempo, los escalones del escenario recuperaban el tapizado abotonado de los sofás Chester, y sobre ellos siete músicos más que eficientes, con cello y eventuales contrabajo y acordeón para envolver con extrema solvencia un concierto que tuvo tacto, Los gatos lo sabrán casi más dicho que cantado, autoafirmación (La vida es de los que arriesgan), las consustanciales críticas a las instituciones culturales y esa osadía en otros sonrojante de enumerar cronistas de Barcelona sin incluir a Marsé —se lo recordó alguien del público—. Y es que Loquillo vive en el mundo sin salir del suyo, definido por él, con sus actos como fronteras y con el arrojo de quien se aplica ese axioma de que en las discotecas no liga ni el más guapo ni la más inteligente, sino quien se siente y se ve, o lo hace ver, como irresistible. No hay marcha atrás, los errores se olvidan y, como afirmó en escena, “no soy contradictorio, sólo me hago preguntas”.
Esa determinación y viveza de barrio lo ha convertido merecidamente en estrella. Afirmó haber tardado 46 años en recorrer la distancia entre el extinto Tabú donde se fogueaba de chaval y el Liceo. Cuarenta y seis años para 290 metros, que es la distancia que media. No ha sido la suya una carrera meteórica, pueden ironizar sus detractores, pero en el Liceo, ese lugar en el que el rock muestra que ya no irrita, evidenció que ya no hay paso atrás posible en esa trayectoria. Las muletas son ahora Pavese, Brel, Cash, Atxaga, Benedetti, Brassens, Gil de Biedma, Luis de Cuenca, Zanón, y tantos y tantos otros nombres que pasaron con sus poemas y palabras por su garganta. Las de mañana, imprevisibles, las conseguirá su perspicacia. Para finalizar un momento solemne, esa canción de Sabino Méndez, Voluntad de bien, en la que con altivez deseó morir en pie. Los aplausos cerraron el concierto y el orgullo de seguir vivos acompañó al público en su salida a esas Ramblas que ya nos escupen otros tiempos.
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