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Los clérigos de la cultura

by Marko Florentino
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Recuerdo perfectamente la escena. Debió de ser durante la campaña de las elecciones de 1996, las primeras generales en las que votaba. En un telediario pusieron algunos cortes de un mitin que Felipe González había dado en Barcelona, arropado por sus incondicionales de siempre, entre ellos Joan Manuel Serrat. Por aquel entonces, el felipismo agonizaba, tras una legislatura que había terminado prematuramente ante la imposibilidad –qué tiempos– de aprobar unos presupuestos generales. Pujol, todavía honorable, se había negado a seguir apoyando al Gobierno por los continuos escándalos de corrupción que acorralaban a los socialistas. Las encuestas anunciaban una clara victoria del Partido Popular y por supuesto el “mundo de la cultura” se había movilizado para impedirlo.

Por eso aquel día, Serrat quiso estar al lado de González. Y cuando tomó la palabra, fue para decir lo siguiente: “Felipe, te pedimos más transparencia, más contundencia contra la corrupción, más avances sociales…” y tras la sólita retahíla de lugares comunes, remachó, “te pedimos… ¡qué coño, más de lo mismo, Felipe!”. Y la concurrencia estalló en una oleada de risas y aplausos, con esa obsecuencia colectiva siempre tan embarazosa para los que tenemos alergia a la moral de equipo. También recuerdo a Gila decir por aquellas mismas fechas que si ganaba “ese del bigote” –refiriéndose, claro, a Aznar–, él “se exiliaría”. A mis diecinueve años, y a pesar de mis nulas simpatías por el Partido Popular, aquella adhesión inquebrantable a un nuevo caudillo ya me parecía deleznable y disfuncional. ¿Qué idea de la democracia podía llevar a alguien a pedir obscenamente “más de lo mismo” a un presidente desbordado por la podredumbre de catorce años de poder absoluto? ¿Y cómo podía un ciudadano de una democracia moderna amenazar con exiliarse si ganaba el principal partido de la oposición?

En aquellas elecciones, como todo el mundo recuerda, ganó Aznar, aunque con menos margen del esperado. Y no pasó nada. Gila no se exilió, Serrat siguió cobrándose sus ripios inmortales (“a tus atardeceres rojos / se acostumbraron mis ojos”) y el nuevo Gobierno, por supuesto, se rindió otra vez a las exigencias de los nacionalistas catalanes a cambio de su apoyo. La política española es tan previsible y circular que no sé cómo queda alguien capaz de sorprenderse o inquietarse ante lo que pueda venir. Ahora, treinta años después de aquel mitin (que treinta años no es nada, qué febril la mirada), el mismo Serrat encabeza un manifiesto de apoyo inquebrantable a un Pedro Sánchez también agónico, inspirado por la misma retórica de entonces contra las conspiraciones de la derecha y la Conferencia Episcopal, el fascismo y los enemigos del progreso.

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“Los firmantes del manifiesto están muy preocupados por la posible victoria de las derechas, pero se les da una higa que la actividad legislativa del Gobierno progresista haya sido una suma de despropósitos ejecutada con el chantaje de un partido ultra como Junts”

No deja de llamar la atención que en España, la Cultura, ese engendro del Gobierno, parafraseando a Ferlosio, esté siempre representada por la misma comparsa de cantautores, con Serrat, Ana Belén, Miguel Ríos y Víctor Manuel cantando a capella “no pasarán” en un espectáculo dirigido por la lumbrera de Almodóvar. La incultura política de este país es tan deprimente que cada vez cuesta más opinar sin que a uno se le caiga la cara de vergüenza por la ignorancia supina que nos rodea. El manifiesto de marras, escrito con una redacción escolar digna del mismísimo Sánchez –a nadie le sienta tan bien ese “mismísimo” como al presidente sin funciones– es una prueba más de la incapacidad para pensar políticamente que lastra nuestra democracia. Aquí solo se puede actuar según la dialéctica del amigo-enemigo, dándole la razón a Carl Schmitt –y con él a Bildu, Junts, ERC, PNV y todos los decisionistas de nuestro Congreso– en su desprecio por el consenso liberal, que sin duda es la fuente de todos los males.

Cuesta mucho tomarse mínimamente en serio a unos firmantes que piden la resistencia a ultranza de un Gobierno de coalición progresista solo para que no ganen las elecciones, otra vez, los fascistas. Fijémonos por ejemplo en esta frase de su manifiesto: “Aquellos que solicitan que se celebren ya elecciones, sean de derechas o de izquierdas, lo único que desean es que llegue un gobierno de las derechas PP/Vox”. De nuevo la falacia del tertium non datur. Si a usted le quedaba alguna esperanza en la democracia, en la eficacia de las instituciones, en la vigencia de la Constitución y el sistema de libertades que la misma ampara, incluso en el poder de movilización de la Santa Madre Izquierda, en todo aquello, en definitiva, que permitió que Sánchez ocupara la presidencia, abandone toda esperanza: usted, sea de izquierdas o de derechas, no puede pedir que se celebren elecciones, porque lo único que usted desea, aunque sea inconscientemente, por algún mecanismo de represión sexual, es que gobiernen PP y Vox, que son la derecha y la ultraderecha. Y eso es lo que usted desea y nosotros no, por eso usted no tiene derecho a pedir elecciones y nosotros sí tenemos toda la razón para impedirlas. ¿Le ha quedado claro?

En España –y ahora ya parece que en todo Occidente– no se vive políticamente sino religiosamente. Aquí cada uno venera a sus santos, como Pablo Iglesias en su capilla roja de Chueca. Los firmantes del manifiesto están muy preocupados por la posible victoria de las derechas, pero se les da una higa que la actividad legislativa del Gobierno progresista haya sido una suma de despropósitos ejecutada con el chantaje, extendido a toda la ciudadanía, de un partido ultra como Junts. ¿Cabe imaginar iniciativa más de derechas que el cupo catalán, consagración del privilegio y sueño húmedo de todas las oligarquías? ¿Y no se dan cuenta de que Sánchez y su pandilla patibularia han formado también un lobby, aún más escandaloso que el de Montoro, en el seno del Gobierno para vender prebendas a cambio de votos? ¿No es eso corrupción, pura y dura, a ojos de todo el mundo y mucho más repugnante que la afición prostibularia de Ábalos?

Para entender nuestras reacciones religiosas hay que retrotraerse no ya a la sobada guerra civil, sino al siglo XVIII, cuando se enquistó el lenguaje de la discordia y del odio que desde entonces ha determinado nuestra vida pública. La amenaza de la vecina Revolución Francesa, los esfuerzos de los escasos pero decididos ilustrados por crear una sociedad civil al margen de cualquier fanatismo y luego las tensiones inducidas por la invasión napoleónica, todo acabó fomentando una abyección de obediencia debida de la que nunca nos hemos recuperado. En 1789, por ejemplo, apenas un año después de la muerte de Carlos III, apareció en Sevilla un panfleto titulado La intolerancia civil, firmado con unas iniciales, probablemente de un clérigo. El libelo exponía el miedo tremendo a que las ideas bárbaras de Francia infectaran España y su autor sostenía que “la intolerancia es una ley fundamental de la Nación Española, no la estableció la plebe, no es ella quien debe abolirla”. Y luego continuaba:

“La Religión Católica es y debe ser siempre intolerante, pero su intolerancia no es cruel, no es sanguinaria, todo su rigor se limita a sostener con firmeza que fuera de ella no hay salvación, y persuadida de esta verdad eterna, es tan imposible que abrigue el error dentro de sí misma como lo es que asistan las tinieblas en presencia del sol”.

Ya ven ustedes, han cambiado los dioses, pero la intolerancia sigue siendo la misma. Te pedimos, Pedro, más de lo mismo, qué coño.



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