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Los cuatro ‘fantasmas’ que quebrarán la paz en Europa

by Marko Florentino
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En cuestión de semanas, dos presuntos emperadores decidirán qué va a ser de Ucrania y de los ucranianos. Uno de ellos, el ‘showman’ Donald Trump, sabe prevalecer inundando el ecosistema político con mensajes. El otro, el ‘agente’ Vladimir Putin, suele dominar en estas cumbres haciendo lo contrario: absorbiendo toda la información de los demás y dispersando la suya con cuentagotas. Por eso Trump ha hecho concesiones antes de sentarse mientras trata de elaborar un plan, y Putin ahora mismo está actualizando el mismo plan de siempre sin haber dado ni una sola pista o compromiso.

Trump quiere librarse de Ucrania, Putin quiere hacerse cargo de ella: más que una negociación, es una subasta de 37 millones de ucranianos. Los movimientos imperiales de Putin parecen de otra época. Pero visto desde Moscú hay razones para hacerlo, porque siempre hemos vivido en la misma.

Desde Europa, consolidar democracias (e imperios democráticos como la UE) demostró ser una manera de evitar más guerras. En regímenes autoritarios como Rusia o Bielorrusia la opresión estatal se presenta como vacuna contra la guerra: la guerra que los supuestos enemigos continuamente están tramando y no llega a producirse.

El esquema de cada parte resultó cómodo para la parte contraria: en Europa no había ningún Napoleón o Hitler soñando con atacar Rusia, y en Rusia nadie quería ser atacado. Pero al entrar la segunda década del siglo, Rusia, el país que se sentía asediado, terminó asediando a su vecino. Ahora los fantasmas del pasado empujan a Europa a una guerra, todavía no se sabe de qué tamaño. La aparente ambición imperial rusa tiene mimbres en la historia. Putin simplemente está probando lo que funcionó otras veces.

Sacrificar fronteras ajenas para salvar las propias: sale mal

En 2014 Putin tomó Crimea. A Europa le pareció suficientemente grave como para imponer sanciones, pero demasiado peligroso como para armar a Ucrania en serio. En 2022 Putin lanzó una invasión masiva, a Europa le pareció suficientemente grave como para armar a Ucrania, pero demasiado peligroso como para tomar partido dándole lo que necesita.

Tras la Segunda Guerra Mundial, Occidente convalidó las zonas de influencia en Europa como fórmula para evitar otra guerra. Moscú consiguió alargar ese modelo hasta 1989. En 2014, Europa toleró anexiones, a cambio de esquivar una guerra.

Esas zonas de influencia en Europa central con soberanía limitada (junto a una Alemania derrotada dividida) fueron aceptadas tácitamente tras la contienda mundial como la fórmula de mantener la paz. Desprotegida Europa, el proyecto del Kremlin es recuperar parte de esas zonas de influencia, que (junto a una Ucrania derrotada y dividida) volverán a encarnar la paz. Para una generación, la dictadura volverá a ser vista como una medicina.

Confundir la ausencia de guerra con la paz

Cuando la UE se amplió hacia el este, pasaron a formar parte de la unión unos europeos distintos a la mayoría de los miembros: para el oeste de Europa, el fin de la guerra fue el fin de las amenazas a la libertad. Para Europa Central -igual que para España- el fin de la guerra trajo dictaduras robustas.

Putin sabe que Europa ha consentido guerras menores para evitar guerras mayores. Cuando Putin lance una guerra mayor, la disyuntiva estará entre una capitulación o una guerra nuclear. La UE no tiene una respuesta a día de hoy.

Estados Unidos compitió con la URSS y trató de contenerla: combatió en tierras remotas a los que emulaban su proyecto político, desafió a Moscú a una carrera armamentística y luego a un desarme, espió y habló contra el Kremlin… pero no intervino en las dictaduras europeas que conformaban el patio trasero ruso. Putin quiere volver a ese lugar, en el que las dos potencias se gruñen pero respetan sus zonas grises y no se roban los esclavos. Y Trump ha entrado en esa fábula.

Rusia es una exportadora de pasado: devolverte a golpes al tipo de país que fuiste

La URSS enarboló un futuro agresivo: con la exportación de la revolución al extranjero, los ricos perderían la propiedad, gobiernos ateos gobernarían sobre sociedades que siempre habían sido cristianas y las difíciles relaciones de vecindad que habían imperado desde el medievo quedarían neutralizadas por la batuta de Moscú.

Por el contrario, la Rusia de Putin enarbola ahora un pasado agresivo: ya no se trata de transformar países en lo que nunca fueron, sino de impedir que dejen de ser lo que encarnaron en el pasado. Ucrania ha sido un país corrupto, en manos de gobernantes que engañaban a todos menos a Moscú, dividido entre este y oeste, con un sistema clientelar de Rusia y ajeno a cualquier integración europea. Mediante el uso de las armas, se les quiere devolver a ese lugar.

Por eso Putin protege a los países que no cambian -Alexander Lukashenko lleva en el poder desde 1994, sin dar ninguna opción a la oposición y con una economía atada a Rusia- y ataca a los vecinos que más cambian como Ucrania y Georgia. El gobierno de Minsk es una garantía de que no habrá cambios y por eso está protegido por Moscú. Los gobiernos de Kiev son un cambio constante y por eso Ucrania ha sido atacada militarmente por Rusia.

El miedo a la guerra empodera al que no la teme

El problema para los planes imperiales de Putin es que la demografía hace su trabajo y en Ucrania cada vez queda menos gente que recuerde esos años. En algún momento en la década pasada controlar a los ucranianos no fue suficiente, y ahora para mantener al país en su sitio eterno es necesario matarlos.

Y lo mismo pasa en Europa central. Putin llegó hasta casi los 40 años trabajando en una misión: condicionar la vida de los alemanes del Este, ayudando a Moscú a controlar Europa central. Ahora en Europa central y hay gente que ha cumplido 40 años sin tener apenas recuerdos de estar condicionado por Moscú. El mundo que los unos recuerdan, es el único que ha entendido Putin. Trump simboliza esa vuelta mundo donde los grandes no tienen socios sino súbditos, y Europa todavía está en la viñeta del continente pacífico y abierto donde el tamaño no define las peleas ni las relaciones.

Si la guerra es imposible, si la guerra es impensable, si la guerra es indeseable, si la guerra es el último recurso, Europa no tiene nada para responder a la guerra de los demás. La UE, construida sobre la paz, olvidó la guerra. Rusia, atascada en el autoritarismo, diviniza la victoria hasta un nivel religioso. Durante estos años Europa, temerosa del conflicto militar, ha empoderado pasivamente al que había robustecido su régimen en torno al recuerdo de la última batalla. Pero después de la última guerra propia, viene la guerra de los demás.





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