Nunca antes había leído un editorial de The Economist tan enfadado. Esta semana, después de que Donald Trump anunciara sus delirantes medidas arancelarias, el semanario británico publicó un artículo sobre el asunto con un lenguaje durísimo. «Sandeces», «espoleado por sus delirios», «el error económico más profundo, dañino e innecesario de la era moderna», «vandalismo sin sentido», «totalmente iluso», «el dominio del Sr. Trump sobre los tecnicismos fue patético», «tan aleatorio como gravar fiscalmente a alguien según las vocales de su nombre», «Este catálogo de insensateces causará un daño innecesario a EEUU».
Para la revista, «insistir en un comercio equilibrado con cada socio comercial individualmente es una locura, como sugerir que Texas sería más rico si insistiera en un comercio equilibrado con cada uno de los otros 49 Estados, o pedir a una empresa que se asegure de que cada uno de sus proveedores es también un cliente».
No es una decisión sorprendente. Trump lleva décadas hablando de aranceles. Muchos años antes de su presidencia dijo que la palabra más bonita del inglés es tariff (arancel en inglés). Hay un célebre vídeo de los noventa en el que le habla a Oprah en su programa televisivo de la injusticia que supone que Japón inunde el mercado estadounidense con sus productos. Es una obsesión personal, no ideológica. Es decir, su postura proteccionista responde más a un resentimiento que a un sistema ideológico claro (por ejemplo, la postura anti tratados comerciales de una parte de la izquierda sí que es una posición ideológica: ¿recuerdan las críticas de Podemos al TTIP?).
Trump piensa que al país más rico del mundo le están robando… todos los demás. Por eso ha puesto aranceles hasta a islas despobladas del Ártico. Es una mezcla de paranoia e ignorancia, un cóctel peligrosísimo. Es también una lógica mafiosa: el objetivo es que cada país venga individualmente a ver al capo Trump a pedirle clemencia y un acuerdo especial.
Como ha explicado el politólogo Ángel Rivero, los nuevos autócratas no tienen ideología sino intereses. Trump no tiene una cosmovisión propia. Su ideología es su interés personal, que ha hecho confluir con el interés colectivo del país que dirige. No hay un aparato de ideas que le guíe. Esto no significa que los «hombres fuertes» que dominan la política global no tengan ideología: obviamente la orientación de muchas de las políticas de Trump es derechista. Pero en muchas ocasiones esa ideología es una versión individualizada, muy personalizada, muchas veces contradictoria.
«El PSOE se ha convertido en un partido que existe única y exclusivamente para que su líder permanezca en el poder»
Si el siglo XX fue la época de las grandes ideologías (que eran un paquete de ideas firme pero también un modus vivendi), ahora estamos entrando en una era de autocracia y personalismo. Sobre el primer concepto, la politóloga Anne Applebaum ha arrojado bastante luz en su reciente Autocracia S.A. Hay muchas diferencias entre Erdogan y Trump, entre Modi y Orbán. Los nuevos autócratas «no operan como un bloque sino como una confederación de empresas, unidas no por la ideología sino por la determinación brutal y obtusa de preservar su riqueza y su poder personal […] En lugar de ideas, estos caudillos […] comparten la determinación de privar a sus ciudadanos de toda influencia o voz pública, de echar atrás toda forma de transparencia o responsabilidad, y reprimir a todo aquel, en casa o en el exterior, que les desafíe».
Sobre el segundo concepto, el personalismo, ha escrito la politóloga Erika Frantz en su libro The origins of elected strongmen: how personalist parties destroy democracy from within (Los orígenes de los hombres fuertes elegidos: cómo los partidos personalistas destruyen la democracia desde dentro). En España sabemos mucho de esto. El PSOE se ha convertido en un partido que existe única y exclusivamente para que su líder permanezca en el poder. Es una gran agencia de promoción y conservación del jefe. El daño que eso hace a las democracias constitucionales o liberales es enorme, a pesar de que se produce lentamente. Porque aunque pueda parecer que una vez desaparezca el líder desaparece el problema, no es así. Hay un daño institucional difícil de reparar, igual que el daño cultural: lo que consiguen los líderes personalistas es normalizar la idea de que «al vencedor, el botín», es decir, que quien gobierna está legitimado a hacer y deshacer a su antojo. Y si no te gusta, ya gobernarán los tuyos.
En lo que convergen estos autócratas personalistas es en una doctrina de gobierno muy antigua, que es la del patrimonialismo. Max Weber distinguía entre los gobiernos con «procedimentalismo burocrático», es decir, que siguen unas reglas y normas impersonales, y los gobiernos patrimonialistas, donde todo empieza y acaba en el líder, que considera el Estado su propiedad privada. Como ha escrito el célebre Francis Fukuyama, estamos en una época de «repatrimonialización»: es un repliegue de las ideologías y un aumento de los autoritarios personalistas. Y una preocupante degradación de las democracias.