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Los olvidados 20.000 «cadáveres vivientes» de Napoleón que flotaron en la Bahía de Cádiz

by Marko Florentino
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Hasta que Lourdes Márquez Carmona rescató esta historia en 2012 en su libro ‘Recordando un olvido. Pontones prisiones en la Bahía de Cádiz. 1808-1810’ (Círculo Rojo), no mucha gente la conocía. Una tragedia a la altura de los episodios más dramáticos de la Guerra de Independencia, en el que las víctimas fueron esta vez los invasores. En total, más de 20.000 franceses fueron recluidos en cinco antiguos navíos de línea que fueron reconvertidos en auténticas cárceles en medio del mar, fondeadas frente a las costas de la ciudad andaluza.

Prisiones flotantes en las que las enfermedades y la malnutrición campaban a sus anchas acabando con la vida de decenas de ellos cada día. Tan crítica era la situación que, ante la impotencia de la autoridades españolas de abastecer siquiera a su propia población de alimentos de primera necesidad, y de las británicas, que no quisieron devolverlos a su país ante el miedo de que regresaran a luchar de nuevo, los franceses acabaron comiéndose a los perros que había a bordo y hasta se plantearon el canibalismo con los compañeros negros de la tripulación.

En otoño de 1807, unos meses antes de que comenzara la guerra y de que estás cárceles insólitas se pusieran en marcha, Napoleón les prometió a sus generales: «Es un juego de niños, esa gente no sabe lo que es un ejército francés; créame, será rápido». Poco después, el emperador francés engañó al primer ministro Manuel Godoy para que firmara el Tratado de Fontainebleau y obtuvo el permiso de Fernando VII para atravesar España con más de 110.000 soldados con el objetivo oficial de, supuestamente, conquistar Portugal.

Como es sabido, todo fue un engaño. A su paso por la Península Ibérica, el Ejército galo fue conquistando casi todas las ciudades españolas que encontró a su paso. Por su parte, el 24 de marzo de 1808 Fernando VII hacía su entrada en Madrid por la Puerta de Atocha. Las calles de la capital se mantuvieron relativamente tranquilas hasta el 2 de mayo de 1808 , cuando la capital saltó por los aires y dio comienzo la Guerra de Independencia. El pueblo español no tardó en levantarse, convencido de que podía y debía echar al invasor. El Gobierno llamó a filas a sus ciudadanos y consiguieron reunir a 30.000 hombres, la gran mayoría de ellos milicianos sin ninguna experiencia en combate.

Testimonios

El desconocimiento sobre el episodio de estos pontones-prisiones era tan grande que Márquez Carmona encontró una gran dificultad para hallar información. No había bibliografía anterior sobre el encarcelamiento de prisioneros franceses en estos pontones, pero al final localizó testimonios de soldados como Maffiotte, Claude Etienne Henry Bernard o Henry Ducor, que estuvieron presos en ellos.

Así lo relataba este último en sus memorias: «Estos barcos, donde nos habían confinado a 1.200 o 1.500 soldados, no tenían un solo rincón que no presentara grandes peligros para la salud. En las baterías había una atmósfera espesa y sofocante. Se nadaba en sudor y el juego de los pulmones estaba horriblemente comprimido. Sobre el puente, los rayos del sol quemaban la piel y nos hacía hervir la sangre […]. Estaba prohibido que nos bañáramos en el mar y cualquiera que osara hacerlo pagaba con su vida».

Las esperanzas de los prisioneros franceses se derrumbó pronto, tal y como proseguía Ducor: «La armada de Dupont, de la que esperábamos nuestra pronta liberación, había capitulado. Los españoles los habían hecho prisioneros […]. Las enfermedades se cebaron en poco tiempo con unos hombres presos y malnutridos así. Fui testigo de cómo nacieron y cómo se propagaron todo tipo de fiebres: diarrea, disentería, tifus, escorbuto. Yo esperaba mi turno».

Rescatar la historia de los pontones

«La pista de esta historia me la dio el tataranieto de Michel Maffiotte, timonel del navío Indomptable, que combatió en Trafalgar en 1805, al que conocí cuando publiqué un libro sobre aquella batalla. Su tatarabuelo había luchado también junto al almirante Rosily, jefe de la armada francesa, en la batalla de la Poza de Santa Isabel a comienzos de la Guerra de la Independencia y me trajo sus memorias manuscritas sobre este episodio de 1808. Ahí leí por primera vez la palabra pontón. Curiosamente, en ellas había escrito la derrota al detalle y luego mencionaba de pasada que fue introducido en uno de los pontones, sin describir nada de esa experiencia. Supongo que por lo dura y traumática que fue, porque luego sí que seguía relatando ampliamente su viaje hasta Canarias. Su tataranieto me confesó que había llorado al leer mi libro, y luego me dijo: ‘Ahora entiendo porque mi tatarabuelo no contó nunca nada de lo que sufrió en los pontones’», contaba a ABC Márquez Carmona hace cuatro años, cuando se publicó una segunda y mejorada edición de su libro, con nuevos datos y mapas sobre la ubicación exacta de estas cárceles flotantes.

Tras leer los testimonios mencionados de los supervivientes, la historiadora descubrió que estos barcos acondicionados a modo de cárcel tenían 60 metros de eslora y 15 de manga. Llegaron a albergar a 1.000 hombres cada uno sin apenas comida ni bebida, contagiándose entre ellos todo tipo de enfermedades infecciosas por las pésimas condiciones higiénicas y causando numerosos muertos entre los presos.

El mismo Ducor aseguraba que las prisiones flotantes se convirtieron en «un mundo de espectros», en el que algunos marinos y soldados luchaban para no ser visitados por la muerte, aunque casi siempre esta terminaba llegando. El marino cita también a un doctor francés presente en uno de los pontones y, sin dar su nombre, reproduce su análisis de la situación: «Las causas de la mortalidad eran tan intensas y se multiplicaban en nuestras prisiones flotantes, por lo que los fallecimientos eran cada vez más numerosos. Al comienzo del cautiverio tirábamos los cadáveres al agua, pero las corrientes los depositaban sobre la orilla de Cádiz. Los habitantes de la ciudad consiguieron que el gobernador ordenara recoger los muertos para enterrarlos. No pasaba un día que no murieran a bordo 15 o 20 prisioneros, cuyos cadáveres los españoles tardaban a menudo una semana en recogerlos».

Peces y cadáveres

Márquez Carmona recordaba así el testimonio que más le impactó: «El de un comerciante que le cuenta en una carta a su padre, de Vejer de la Frontera, que la gente de Cádiz había dejado de comer pescado porque los peces estaban muy gordos. Todos creían que era porque, como todos los días se arrojaban cadáveres desde los pontones, estos se los comían». Más adelante, la situación cambió. Las autoridades gaditanas, que siempre estuvieron dispuestos a dejar regresar a los franceses a su país, aunque los ingleses se opusieron, convirtieron uno de los pontones, el Argonauta, en un hospital. También pusieron a su disposición una barca a la que llamaron ‘Caronte’, que iba todos los días a sacar a los muertos de los barcos y enterrarlos en tierra para que no fueran a parar al mar.

La historia de estos pobres desdichados comienza en la batalla de Trafalgar, en 1805. Después de la derrota de la escuadra combinada franco-española al mando de Villeneuve, a manos de los británicos de Nelson, el vicealmirante galo es capturado y algunos de sus barcos logran escapar hasta la costa de Cádiz. Entonces, el almirante Rosily es enviado por Napoleón para ponerse al mando de la escuadra superviviente. «Al llegar a Cádiz, sin embargo, se encuentra que no hay flota. Sólo cinco barcos en muy mal estado con la tripulación malherida. Así que tiene que reorganizarla y permanece allí, fondeado, durante tres años como amigos de los españoles. Habían sido aliados en Trafalgar y podían bajar tranquilamente al puerto y mezclarse con los gaditanos, hasta que en mayo de 1808 comienza la Guerra de Independencia y pasan a ser enemigos», apuntaba la historiadora.

En junio, llamados por el deber, salieron a enfrentarse con sus cinco barcos con los españoles en la batalla de la Poza de Santa Isabel y fueron derrotados. Fue entonces cuando comienzan realmente las desgracias para los franceses, con un largo periodo de reclusión en las más extremas condiciones de salubridad y habitabilidad, cuando fueron hacinados en las mencionadas cárceles flotantes. Es decir, viejos navíos de línea desprovistos de todo elemento de navegación y artillería que fueron anclados en medio de la bahía y se convirtieron, según calificaban ellos mismos, en «sepulcros flotantes» llenos de «cadáveres vivientes».

24.000 prisioneros

A esos 3.500 prisioneros de la Poza de Santa Isabel se unieron un mes después los 17.500 soldados de la ‘Armée du Midi’ al mando del general Dupont, después de rendirse ante el general Castaños en la famosa batalla de Bailén. Se dirigieron al sur para conquistar Andalucía por orden de Bonaparte. Entre ellos iban 500 marinos de la Guardia Imperial que debían sustituir a la guarnición de Rosily en la bahía de Cádiz. Al final acabaron igualmente presos, y si sumamos a los civiles galos que fueron apresados en la ciudad, sumamos más de 24.000 rehenes.

La cantidad era tan importante que las autoridades gaditanas se vieron obligados a distribuirlos por otros edificios de Cádiz, incluido el durísimo campo de Cabrera y los mencionados pontones: La Rufina (donde se hallaban los comerciantes de la colonia francesa de Cádiz), Le Castille (con los generales y oficiales que habían sido apresados en la batalla de Bailén), L’ Argonaute (reconvertido en una especie de hospital flotante cuando los muertos y los enfermos eran inabarcables, aunque este naufragaría en 1809 al intentar llegar a ala costa de Puerto Real, que en ese momento estaba bajo dominio de las tropas francesas), Le Vengueur y Le Souverain .

El balance total de este episodio desconocido fue muy duro para Francia, ya que de los 24.776 militares encarcelados entre los pontones y otros edificios de la provincia, sobrevivieron solamente 7.082. Es decir, que tuvieron una tasa de mortalidad de 70% en cinco años, desde 1809 a 1814. «Yo no lo calificaría de un episodio vergonzoso. Hay que ponerse en la situación de la época. España para nada quiso tener esos pontones en esas condiciones, fue una situación dada, porque llegaron esos 17.500 franceses de la batalla de Bailén tras las Capitulaciones de Andújar entre Castaños y Dupont y no pudieron ser devueltos a Francia porque los ingleses se negaron. Luego tenemos cinco barcos amigos que, de la noche a la mañana, pasan a ser enemigos, con 3.500 prisioneros más y una capacidad de abastecimiento muy reducida, porque esos problemas también existían para la población de Cádiz», justifica la autora.



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