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Los sicarios

by Marko Florentino
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Hay gente que nunca irá al restaurante de Dabiz Muñoz indignada porque Dabiz Muñoz ha subido los precios del menú. Hay gente escribiendo mensajes contra la gentrificación en Málaga que ya tiene los billetes de avión y el Airbnb en el centro de Roma. Hay gente que no sólo no me manda fuegos por privado en Instagram, sino que me dice cómo tengo que escribir mis artículos, cómo debo vestir o, lo que es mucho más ofensivo, cómo debo peinarme. Como si peinarme fuera una opción.

Hay gente que cree que odiar el reguetón es una personalidad. Y se presentan así: «Odio el reguetón». Como si eso les concediera un nuevo espacio en las conversaciones. Como si nuestra esencia la definiera el odio y no el amor. Como si el desprecio fuera un lenguaje. A veces pienso, intento espantar pronto esa idea, pero la pienso, que hay gente incómoda con la libertad. Personas que no saben convivir con otras personas que deciden, no sé, llevar bermudas o follar cada fin de semana sin más compromiso que la higiene íntima. Y que ese delirio, esa subjetividad tóxica, también se ha colado en la política, empobreciéndola y haciéndola irrespirable.

«No hay que irse a los extremos, porque los extremos ya habitan el centro»

En política se azuza más que se argumenta. Por eso la hipérbole ha devorado la mesura. Por eso el frenesí acabó con la pausa. El otro día la portavoz del PSOE de Andalucía, Ángeles Férriz, llamó a los miembros del Partido Popular «sicarios». Luego dijo que los ERE había sido una «cacería». Son dos palabras que huelen a sangre. Que tienen ese sabor óxido. Si hubiera querido hablar con más precisión, si ella considera que se cometió una injusticia, debería apuntar a los jueces que dictaron las sentencias, y no a un partido político que, en el peor de los casos, añadió literatura a un proceso penal. Es decir: si está indignada, de corazón, por lo sucedido, que podría entenderlo, lo que está haciendo no es mostrar su frustración, sino intentar rentabilizarla políticamente. Por eso no habla de jueces sino de políticos. Por eso no habla de dolor sino de ilegitimidad. Por eso usa palabras ensangrentadas, no para defender a un compañero, sino para instrumentalizarlo como arma política.

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No hay que irse a los extremos, porque los extremos ya habitan el centro. Que Pablo Iglesias dijera en su momento a los diputados del PSOE que «tenían las manos manchadas de cal viva» era algo que, aquel día, me resultó inconcebible. Que Santiago Abascal llamara a Pedro Sánchez «líder de la manada» me horrorizó. De aquellos polvos, estos «me gusta la fruta» o este reciente «sicarios».

El gran problema vendrá pronto. Como sucede con el ruido en las ciudades o las capas de guitarras en los discos grunge, llegará un momento en el que no oigamos nada. En el que las exageraciones serán tan habituales, tan persistentes, tan crudas, que nos olvidaremos de que servían para entendernos. La política ha dejado de ser seducción para convertirse en una hortera representación bélica. Sin ideas, sin razonamientos, sin interés en que los mensajes perduren en la conciencia del electorado, sólo tendremos gore. Y el gore no tiene la oscura sensualidad del terror, el gore da asco. Y el asco no debería guiar nuestra convivencia.

«Hay gente que ha convertido en hábito el insulto, el enfrentamiento y el desdén»

Hay gente a la que inquieta la libertad de los demás a decir lo que piensan o sienten o cómo viven la vida a su manera. Hay gente que ha convertido en hábito el insulto, el enfrentamiento y el desdén. Hay gente que, alimentada por políticos mediocres y sin fondo, ha asumido el rol de castigadores, por cualquier medio, a otros políticos.

Y llegamos a estos días, donde si un periodista no te gusta, puedes ridiculizarlo en redes. Donde un Gobierno quiere domesticar la libertad de expresión. Donde la mentira, si suena bien, pasa por verdad. Donde beber vino rosado puede cuestionar mi virilidad. No sé si hay vuelta atrás. Estamos como en el señor de las moscas. Nos perseguimos en la oscuridad unos a otros con las caras pintadas, portando el fuego, elevando las lanzas. 

No es polarización, es algo mucho peor: el tedio. Que el insulto se convierta en entretenimiento. Que posicionarse sea un juego. Que no hagan falta razones, sólo lemas. Que el mundo se quede sin aristas. Que el diálogo nos aburra. Que las palabras no sean lo importante, sino la boca que las libera. Que la política no sea la solución, sino el problema. Que te dejen de hablar por tener ideas. Que pudiendo ser reyes, nos abracemos a la calva y mustia insignificancia de los peones.



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