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Luis Miranda: Uno quiere creer

by Marko Florentino
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Uno quiere creer que hasta la crueldad tiene unos límites. El ingenio de la cabeza humana puede servir para multiplicar el mal y llevarlo a todos los átomos del cuerpo de su víctima como un río de dolor, pero tiene que haber un tope en el que hasta el cerebro más depravado suelte a su presa. No por compasión ni humanidad, que hay muchos a los que se la arrebataron o se la dejaron por el camino con malas elecciones, sino por el mismo cálculo frío con que ajustan la forma más dura de hacer daño.

Si en sus valores está la decisión de borrar a alguien por algún motivo tal vez en cierto momento piensen que no es necesario que los que están cerca multipliquen el dolor hasta lo indecible. El que tortura puede sentir a veces que le baja la hormona insana que le haca disfrutar del dolor ajeno y pensará que es hora de aflojar y hasta de dejarlo; el que tiene en la mano evitar las lágrimas, la incertidumbre y las noches sin dormir de quien en absoluto mereció pasar por ahí de vez en cuando puede sentir la tentación del bien y ofrecer una pista, algo de verdad, una casi certeza.

Uno quiere creer que quien llama a un teléfono en el que hay que ofrecer datos sobre el paradero de un hijo que desapareció sin el menor hace dato hace ya diez años puede ponerse en el pellejo de los padres asomados al vacío de un interrogante corrosivo, y que en algún momento la voz temblará antes de dar pistas falsas, alimentar en vano la esperanza o pedir dinero para aprovecharse de su tribulación.

Uno quiere creer que de verdad no existan quienes saben algo de Paco Molina, que se marchó para no dar más señales de vida a su familia hace diez años y dejó a sus padres en un mar de oscuridad sin final, y por lo tanto no pueden decirles dónde está, dónde lo vieron, quién más puede saber algo. Uno quiere creer que los que saben algo nunca encontraron un cartel, un mensaje o un reportaje en que se hablara de su ausencia ni de la incertidumbre sin final en la que vive su familia desde aquel verano de 2015 sin otra vía que los caminos oscuros por los que los investigadores buscan siempre sin ver luces ni asideros.

Uno quiere creer que los asesinos de Marta del Castillo, que quien mató a Ángeles Zurera y que José Bretón son casos entre varios millones y que nadie es capaz de sostener hasta el final una mentira que al levantarse no repararía el daño, pero sí haría un poco más llevaderas las lágrimas a quien no merece tanto enseñamiento inútil.

Uno quiere creer que cualquier adolescente puede ofuscarse y pensar que romper con su vida sin dejar rastro es la mejor solución a la angustia de algunos momentos de la vida, pero también que tal enajenación es pasajera y que la ira es una locura breve, que el ser humano tiende a arrepentirse, a pedir el perdón que sana más en quien lo pronuncia que en quien lo da, a abandonar el mal aunque lo que haya hecho sea ya irremediable y a evitar más daño cuando esté en su mano.



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