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Mar y Christian, cuando quien te pega es tu hijo: «Denunciar fue la única manera de salvarlo»

by Marko Florentino
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Empecemos por el final esta vez, porque si usted es padre o madre lo va a agradecer. El final de la historia: el adolescente de casi dos metros que maltrataba, tiraba del pelo, insultaba y escupía a su madre; el chico que llamaba «retrasado mental» y apalizaba al pequeño con trastorno autista, ese mismo, hoy es un hijo que merece mucho la pena.

Tiene 23 años, trabaja en una localidad holandesa que está a hora y media de Ámsterdam, lo hace en una empresa de logística inmerso en un proyecto de inteligencia artificial, todos los días le agradece a la madre que un día hiciera aquello que puede sonar contra natura: denunciarle por violencia en el hogar. Un hijo que merece la pena, Christian, y por supuesto la alegría.

Solo ahora -sabiendo que todo va a acabar bien-, podemos contar el principio.

El principio es un día cualquiera cuando tu hijo de 14 años -quien ya lleva un tiempo errático entre el tedio, el consumo de sustancias y las malas compañías- se niega a ir al instituto.

«Cuando me dijo que no iba a ir, cuando me soltó: ‘Que sepas que yo no voy a ir a clase’, me tuve que imponer como madre y le dije que ni hablar. Entonces fui a su cama y le tiré de la mano para sacarlo de entre las sábanas. Fue cuando me dio una patada y me tiró contra la pared. Así fue la primera agresión física. Luego vendrían las demás».

Para saber más

Lo cuenta Mar Fernández, madre, divorciada, afincada en Las Palmas, donde tiene un buen puesto en una compañía de seguros.

«Me insultaba, me decía ‘eres una mierda’, ‘mira qué gorda estás’, ‘hija de puta’… Los peores insultos eran para mí… Nos decía que nos iba a matar a su hermano y a mí. La tomaba a puñetazos con nosotros, a mí me hacía moratones en los brazos, me tiraba del pelo, me escupía…».

Una familia feliz. Unos padres que educan a sus hijos siguiendo el manual. Un fin de mes desahogado. Un buen colegio. Todo en su sitio y bien. Y luego, de repente, como un tornado fuera de temporada, la adolescencia más cimarrona.

Ese fue el principio: la mano de una madre tirando de un hijo.

Así que, si es que acaso hoy tiene uno en casa que se deja los nudillos contra la pared, si es que acaso vive usted en medio de una violencia que no estaba en el libreto, si es que acaso no sabe muy bien qué hacer con él, haga el favor de no olvidar que el final de esta historia es el mismo: una mano. La mano de una madre. Tirando de un hijo.

(…)

La primera imagen es enternecedora. Nos la recrea la propia Mar: es ella, embarazada de Christian, le está poniendo música clásica a quien anida en su vientre. No sabe dónde ha leído que eso hace que los futuros niños sean mejores, más inteligentes, más tranquilos. Veremos.

«Fue un niño muy deseado. Lo mismo que su hermano, que vino tres años más tarde. Nació y creció con mucho amor. En la familia siempre basamos la crianza de los hijos en el cariño, en las normas, en darles todo lo necesario para que crecieran felices, pero sin malcriarlos, eso no», nos cuenta. «Christian estudió en un colegio bilingüe. Era muy nervioso, se distraía mucho en el aula, teníamos llamadas constantes del centro. A los seis años, nos dijeron que era TDAH [Trastorno con Déficit de Atención por Hiperactividad]. Su hermano Daniel tardó mucho en hablar, a él le diagnosticaron el espectro autista a los 11… Tuve que aceptar aquello, no fue sencillo, fue duro… A lo mejor no fuimos perfectos, pero creo que no hicimos nada para que aquello ocurriera«.

Y sucedió. Poco a poco.

«Su padre llevaba a Daniel al logopeda y yo llevaba a Christian al baloncesto. La relación entre ellos era buena, pero Daniel, debido a su problema, no permitía los abrazos. Y el hermano mayor se quejaba de eso, no lo llevaba muy bien, pero sin más… Creo que todo cambió cuando el divorcio. Porque Christian entonces se derrumbó», prosigue. «Entraba en la adolescencia y, a escondidas, empezaba a dejar de tomarse la medicación, a dejar de ir a clase con 14 años, a escaparse de los recreos, a juntarse con amistades complicadas, a consumir porros».

Perdió aquel curso entero y más.

Vino la escena referida de la cama y de la patada.

Entre los 14 y los 16 años, la madre que dio a luz a aquel hizo sintió su oscuridad.

«Al pequeño le decía: ‘¡Eres un autista, qué desgracia es tener un hermano como tú!'».

Mar, madre víctima de violencia filio-parental

«Y entonces ya no te sé decir las agresiones, porque fueron incontables, de todo tipo… El tiempo lo borra un poco, supongo que es un mecanismo de defensa. Voy recordando según te cuento, perdona si estoy un poco nerviosa… A su hermano le pegaba, le insultaba: ‘¡Eres un autista, qué desgracia es tener un hermano como tú!’. A mí también me pegaba. Puñetazos en la cabeza, en los brazos… Era muy agresivo. Una vez -ahora me acuerdo- rompió una puerta. Me tiraba del pelo… Yo trataba de defenderme, pero es que él medía 1.94 metros… Me decía: ‘Dame dinero’. Y yo: ‘No te lo doy. Porque no has ido a clase. Porque no has hecho tu habitación…’. Y él empezaba con los gritos: ‘¡Asquerosa!’. Etcétera… Cada vez que me agredía, Daniel se metía en el medio… Y Daniel tiene mucha fuerza. Daba pavor verlos… Mi hijo vivía en un completo desorden. Nos amenazó de muerte y todo. Son cosas que ahora no se pueden creer. Fue el peor momento de mi vida. Hay muchos duelos en la vida. Pues te aseguro que ese fue el más grande«.

Aquel día, el mayor llega fumado a casa y Mar echa el último pulso: le dice que está castigado, que no va a salir a la calle. Como toda respuesta, Christian encierra a su hermano y a su madre en el cuarto de baño. Arrastra muebles y los pone en la puerta, a modo de empalizada, para impedir la evasión: es él quien decide quién sale y quién no. Pasado un tiempo, el carcelero libera a sus cautivos. Aquella mujer no dice nada.

Entonces, decide lo que nunca creía que iba a poder hacer, aquello que le autoinflige un dolor adobado en culpa.

Al cabo de los días, entra en una comisaría.

Denuncia a su propio hijo.

Reyes Martel es la jueza del Juzgado de Menores número 1 de Las Palmas de Gran Canaria que decretó la libertad vigilada de Christian (primero) y endureció la medida (después), toda vez que el chico volvió a las andadas.

También preside el proyecto de integración social UP2U nacido en la isla (casi 2.000 chicos infractores acompañados), que el próximo 7 de mayo se presentará en Madrid y bajo cuyo paraguas se recuperan juventudes. La de Wynna Zady, quien agredía a su madre, fue condenada hasta 24 veces y hoy se prepara para ser jueza. La de Samuel Carmona, quien pagó pena por no controlar la ira y hoy es campeón de boxeo. La de Christian. La de tantos otros.

«Hemos pasado de ser esclavos de nuestros padres a ser esclavos de nuestros hijos»

Reyes Martel, jueza de menores que condenó a Christian

«Más del 80% de las agresiones la sufren las madres. Se ha perdido el principio de autoridad, hemos pasado de ser esclavos de nuestros padres a ser esclavos de nuestros hijos, sin haber sabido encontrar el término medio», comenta la jurista. «Hablamos del síndrome del emperador, cuyo perfil es un joven de clase no marginal que abusa de sus padres para obtener lo que sea mediante la violencia».

Y regresa al caso que nos ocupa.

«Después de la libertad vigilada, tuve que decretar su convivencia con un grupo educativo», recuerda Martel, una de las 82 jueces de menores que hay en nuestro país. «Allí, compartió su vida con otros chicos, tenía que seguir unas rutinas, hacer tareas del hogar, respetar a los demás, formarse».

En España, se abren cada año más de 4.000 expedientes por violencia filio-parental. Las investigaciones dicen que la edad media del agresor es de 15 años y medio, que el 56% de los mismos son varones y que, también, en torno a la mitad tiene algún tipo de adicción. Y allí, en medio de la montaña de carpetas, el archivador con todo lo que le pasaba a Christian.

«Fue muy contradictorio», volvemos con Mar. «Me decía a mí misma: ¿qué tipo de madre eres si denuncias a tu hijo? ¿Quién hace eso? Una amiga abogada me explicaba que solo denunciando podría ayudarlo. Así que lo hice. Cuando salí de declarar, no sabía si había hecho lo correcto o no… Tenía 16 años».

Tras la medida judicial, el chico disruptivo siguió en casa y volvió a estudiar. Tuvo que acudir a terapia y ser evaluado por un técnico casi a diario. Allí en su interior había algo que continuaba ardiendo. A su madre le decía: «No te quiero, te odio, ¿qué es lo que has hecho?». Hasta que la convivencia volvió a desmadrarse.

«Los primeros diez meses de la medida judicial los pasó en casa, parecía más resignado, pero los dos últimos, cuando ya era insostenible su actitud, la jueza le impuso un traslado a un hogar con otros chicos», evoca. «Habían vuelto las peleas, las amenazas, las agresiones…», rememora. «Fui a verlo. Las dos primeras visitas semanales, me rechazó. En la tercera semana, pedía que fuera a verle. Se quebró. Se puso desconsoladamente a llorar. Me pedía perdón. ‘Yo sé que mi comportamiento no ha sido bueno -me decía-, pero quiero volver a casa’. Y al final volvió».

(…)

El chico ingresó en la escuela de adultos y de ahí saltó a la liana de hacer una FP y de ahí se fue de Erasmus a Milán y de ahí al cielo.

«¿Denunciar a tu hijo cuando es violento? Tengo una palabra para ello: empoderamiento. Hay que adquirir fortaleza para hacerlo, porque a veces es el único camino. En mi familia, denunciar a mi hijo ha significado reconducir su vida y no dejarlo a la deriva. La denuncia ha sido la manera de salvar a mi hijo. A mí fue la única herramienta que me funcionó».

Así que terminamos como empezamos.

Con los brazos que acunaron al hijo sin moratones. Con los muebles que se arrastraron hasta aquella puerta del baño recolocados en su lugar original. Con una casa en calma y tres corazones en paz. Con una madre que tomó la decisión más dolorosa de su vida -denunciar al hijo- y menos mal.

El chico aquel no es el chico de hoy. Uno puede descender a Segunda División y al cabo del tiempo estar compitiendo en Primera. Cuando crees que todo ha terminado porque tu hijo destroza una puerta, acaso pueda abrirse otra.

Entramos bajo ese nuevo dintel y se ve mucha luz desde Holanda.

Todos los días, después de trabajar en su proyecto de inteligencia artificial, el hijo contacta con su madre por WhatsApp y le sigue dando las gracias por lo que hizo. Mantiene el contacto con su hermano pequeño a través de videollamadas, en las que ambos se dicen cosas como te echo de menos y qué tal estás y te quiero mucho. Parece mentira la vida, eh.

-¿Puedo añadir algo más?

-Claro que puedes, Mar. Lo que quieras.

-Quiero decirle a todo el mundo que estoy muy orgullosa de mi hijo y que el amor todo lo puede.

Había aguantado entera la madre hasta aquí. Pero, de lo contenta que está, ahora se rompe.





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