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María José Solano: El bullying del chorizo

by Marko Florentino
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Hoy vamos con una columna escolar. Centro educativo cualquiera de Andalucía, el de tu barrio o pueblo perdido entre olivares y promesas de progreso donde suceden cosas que a una le cuesta creer si no fuera porque la realidad, en estos tiempos, tiene más imaginación que los novelistas. Hecho reciente, real: lunes, hora del recreo, y un chaval —llamémosle Mohamed, por ponerle un nombre que sale barato en las estadísticas y caro en las conversaciones incómodas— llega llorando a la profesora.

—Me meten el chorizo en la boca, maestra.

—¿Cómo?

—Que me hacen bullying con el bocadillo de chorizo.

Y ahora, imaginen la escena: el niño entre lágrimas, la maestra mirando al cielo buscando ayuda divina (y a ser posible, la baja por ansiedad), y detrás, al día siguiente, los padres. Esta vez, toca madres con velo que vienen a decir que eso no puede ser, que cómo es posible semejante atentado contra las creencias religiosas de su criatura, etcétera.

Entonces te planteas: ¿Qué haces? ¿Prohíbes en el recreo los bocatas de jamón, de mortadela, de chorizo? ¿Pones la democracia al servicio del fiambre respetuoso? ¿Educas a Mohamed para que entienda que aquí se come cerdo como en otros se reza mirando a La Meca? ¿Expulsas o castigas a Manolito y a Kevin para que no se les ocurra ofender con el embutido? ¿Comprendes, como madre que eres, como docente, como ser humano razonable, sin hacer de esto un drama en el telediario, que los niños de ocho y nueve años, musulmanes o cristianos, son por naturaleza unos pequeños gamberros?

Para soslayar tanta pregunta incómoda, media verónica y burladero: aula del fondo del pasillo donde se imparte la asignatura de Religión Musulmana. Con presupuesto público, por supuesto, y con esa parsimonia andaluza con la que aquí se acepta todo, a base de una sonrisa y un «ya ves tú».

Moraleja: a esto hemos llegado. A un sistema donde el profesor es diplomático, árbitro, trabajador social y en los ratos libres, si puede, también enseña algo. Donde los tiquismiquis de la corrección política convierten un bocadillo en arma ideológica. Y donde las aulas, en vez de lugares de conocimiento, son debates y trincheras. Ni más, ni menos. Como si en lugar de enseñar a leer, escribir y multiplicar, tuvieran que andar rubricando un tratado de paz con cada merienda.



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