«…Bárbola, la hija de la panadera,
la que suele darme tortas con manteca,
porque algunas veces, hacemos yo y ella
las bellaquerías detrás de la puerta»
Luis de Góngora
Del camarón al garbanzo transcurre el largo viaje de una vida apasionante y apasionada. Mario Vargas Llosa sabía hablar, escribir, discutir, discrepar y sabía comer.
Mario, el garbancero, nunca se olvidó de aquel niño de la casa de Arequipa que un día comió un plato cocinado por su ama de llaves y cocinera, la señora Inocencia. Allí se quedó marcado su gusto culinario. Somos lo que comemos. Nunca nos libramos de los gustos culinarios de la infancia, de la adolescencia. Como nos recordaba Julio Camba, es más fácil cambiar de mujer, de equipo, ideología, nacionalidad o religión que cambiar de gustos culinarios. Vargas Llosa conoció todos los cambios, los hizo a conciencia y con reflexión, con lucidez y libertad.
En las comidas de amigos, en los momentos de cercanía relajada y feliz, en ese gozoso estado del que sabe y gusta de la comida y de la charla, a Mario le complacía hacer evocación y reivindicación de su plato de referencia. Y lo hacía con la indisimulada nostalgia de la evocación del placer nunca olvidado que sintió al comer su primer chupe de camarones. Varguitas quedó cautivo de aquel manjar supremo de la cocina arequipeña. Aquel momento nos lo recuerdan en su libro, Cocina de autor, la escritora Berta Vías Mahou y el editor Antón Casariego Córdoba.
Una peculiar y exquisita edición que repasa algunos de los autores indispensables y sus platos preferidos. De Mario Vargas Llosa se elige ese plato que al niño le hizo inaugurar el placer de comer. Un placer precedido de llanto, así nos lo recuerdan Antón y Berta. Aquel manjar rojizo y candente también puede parecer amenazador, le asustaron «las retorcidas pinzas de los grandes crustáceos del río Majes» y antes del gozo vino el llanto. Pudo más el placer que la lágrima, nunca olvidó aquel plato.
El chupe de camarones aparece de forma recurrente en Conversación en La Catedral. Zavalita busca los domingos comer ese plato en alguno de los bares dónde conversa y discute con sus amigos. Ahora es un chupe a la limeña, con cerveza y sin miedo. Nunca igual a aquel descubrimiento inicial, aquella epifanía inolvidable. Los que quieran hacer un homenaje al escritor, además de darse el mismo placer de aquel niño arequipeño, pueden acudir a la receta de ese libro que nos hace recorrer los «duelos y quebrantos» del Quijote, las coles rellenas del Ulises o el cocido de Los pazos de Ulloa. Excelente recorrido del mejor comer y leer.
«En aquel otoño de 1958, pasa muchas horas en la tasca El Jute, frente al parque del Retiro, escribiendo ‘La ciudad y los perros’»
Mario, que nunca abandonó su país, su complicada patria -esa matria que no pudo cambiar, que no escuchó su discurso para hacerla abierta, libre y sin corrupciones- ni nunca dejó de volver a su país, a sus lugares de ficción y realidad. Aunque llevara décadas siendo un europeo feliz entre Madrid y el mundo, no olvidó a sus amigos, su familia, sus paisajes y sus sabores. Supo cambiar pero no quiso olvidar.
Su primer madrileñismo transcurre en plena dictadura. Se siente libre y ajeno al franquismo. Es un joven de izquierdas que cree en la democracia y en Flaubert. En aquel otoño de 1958, pasa muchas horas en la tasca El Jute, frente al parque del Retiro, escribiendo una novela que cambió su vida, y parte de la nuestra, La ciudad y los perros. Esencial arreglo de cuentas con su pasado, su familia, su país y sus chupes. Ya ha descubierto el cocido, esa olla podrida que conocía de El Quijote.
Un plato, cargado de historia y de excesos, nuestro madrileño, español, literario y real cocido, hacen pronto del arequipeño un madrileño quevedesco y galdosiano. Con Mario, el garbancero, he comido algunos cocidos hablando de comida y de lecturas. Cuando vino por primera vez ya llevaba España muy leída, le faltaba comérsela. Cervantes, el Arcipreste, Quevedo y Góngora eran de los suyos. Cada noche, antes de dormir, unos poemas de Góngora, sus Soledades, canciones, fábulas, romances o letrillas, le acompañaron siempre.
Caballero español, universal, cosmopolita de barrio, escritor en mesas de bares, amante de la vida, cuidadoso en el vestir, atrevido en amores, padre de familia, esposo mejorable y dotado como pocos que hayamos conocido para tertuliar de lo divino y mucho más de lo humano. Un garbancero ilustrado, madrileño y galdosiano, quevedesco en el no callar ni en plaza pública ni en papel impreso.
«Cuando los conversos quisieron demostrar que su conversión era real, le añadieron la carne de cerdo. De allí nuestra olla podrida»
Recuerdo muy bien una apasionada comida en la que brindamos por don Miguel de Cervantes y se recordaron los antecedentes del cocido: «… aquel platonazo me parece que es olla podrida que por la diversidad de cosas que en las tales ollas hay, no dejaré de topar con alguna que no sea de gusto y de provecho». Nos invitaba, como casi siempre, su amiga Carmen Balcells. A esta extraordinaria mujer, parte esencial de su de vida y obra, la tenía veneración y cercanía cómplice. Los dos se vieron crecer. Vidas paralelas, tan distintos, tan cercanos y tan discutidores. Esta vez la batalla dialéctica enfrentó al cocido madrileño contra la escudella i carn d’olla catalana. Jugábamos en casa, ganó el cocido madrileño. Mario hizo un alarde libresco, culto y apasionado para defender, con Néstor Luján, la plurinacionalidad y el no nacionalismo del cocido.
Lo que empezó siendo la adafina de los judíos españoles del siglo XV que cocinaban desde el viernes por la tarde, a fuego muy lento, en hornillos de barro muchos de los elementos de la olla podrida. Cuando los conversos quisieron demostrar que su conversión era real, le añadieron la prohibida carne de cerdo. De allí nuestra olla podrida. Sin duda el plato esencial español, cumbre de la cocina de evaporación, que se puede llamar cocido vasco, extremeño, el maragato, el gallego, riojano, andaluz o pringá; el sota, caballo y rey burgalés, el bullit balear, las siete carnes canarias, la olla de tres abocás valenciana, la presa de predicador aragonesa, la escudella y de todas las formas imaginables en el mundo de la hispanidad. Un mundo muchas veces podrido como esa olla pero tantas veces delicioso y extrañado.
Un plato que evoluciona con nuestra historia, con nuestras letras, popular cocina que nos hace lo que somos con nuestras prohibiciones, disimulos, religión y ajo. Y con nuestros excesos y nuestras críticas. Quevedo, señalador de maniobras de los poderosos, encarcelado por sus escritos, burlador y buen gustador de nuestra cocina, de manera clara dejó escrito el placer de comer cocidos bien acompañados de nuestro cerdo ibérico: «Hago mi olla con sus pies de puerco, y el llorón judío haga sus pucheros. Dénme, a las mañanas, un gentil torrezno que, friéndose, llamen a los cristianos viejos. Tripas de la olla han de ser revueltas, longanizas largas y chorizos negros».
Quevedesco, gongorino y algo galdosiano era nuestro madrileño universal, que volvió a su chupe de camarones. Amante de la tauromaquia y de la zarzuela, de lo crudo y lo cocido, grande en su pensamiento y su obra. Luchador en calles y plazas de los ciudadanos libres. Libérrimo en su pensamiento, su escritura, su curiosidad; intransigente con los falsos izquierdismos, nacionalismos y progresismos con los que se han secuestrado voluntades y países. Yo estuve en Lima en su campaña, en su derrota, en otro de los momentos en que se jodió Perú. Y estuve cerca de Mario cuando dio la cara porque su España, y nuestra, también se estaba jodiendo. En esas estamos.
Y para seguir soñando recordar algo que leyó en Oviedo al recibir el premio Príncipe de Asturias: «La palabra Hispanidad exhalaba, en un pasado reciente, un tufillo fuera de moda, a nostalgia neocolonial y a utopía autoritaria. Pero, atención, toda palabra tiene el contenido que queramos darle. Hispanidad rima también con modernidad, con civilidad y ante todo con libertad. De nosotros dependerá que sea cierto. Hagamos con estas palabras, Hispanidad y libertad, las piruetas que le gustaban al Lunarejo: juntémoslas, arrejuntémoslas, fundámoslas, casémoslas y que no vuelvan a divorciarse nunca». Lunarejo fue un indio peruano del siglo XVII, se llamó Juan Espinoza Medrano, era feo, excesivo, sermoneador, gongorino y quevedesco, un hispano que no salió de su tierra. Uno de esos amigos de Vargas con el que nos hubiera gustado compartir cocido y poemas y «jugaremos cañas junto a la plazuela, porque Bartolilla salga acá y nos vea».