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México bipolar, por Ricardo Cayuela Gally

by Marko Florentino
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Cientos de zapatos y objetos personales abandonados de por lo menos 700 personas, cascos usados de bala, restos humanos calcinados, en instalaciones asépticas y funcionales. Es el panorama encontrado la semana pasada en Jalisco, en el perímetro del municipio de Teuchitlán, en un rancho que funcionaba como un campo de adiestramiento forzado del crimen organizado. Una gramática que inevitablemente remite a Auschwitz. Desaparecer los cuerpos para borrar las huellas del delito es la lógica del asesino que actúa con premeditación. Hacerlo parte del entrenamiento de los nuevos reclutas es crear, por el medio del embrutecimiento de la violencia, seres humanos literalmente desalmados, frías máquinas de matar. 

La sorpresa, sin embargo, es que esto en México no es sorpresa. En 2009 fue detenido Santiago Meza, apodado «El Pozolero», quien confesó que había deshecho con sosa cáustica, en barriles de metal, a cerca de 300 personas a las órdenes del cártel de Tijuana. En 2011, en San Fernando, Tamaulipas, se encontraron fosas clandestinas con cerca de 200 cuerpos de inmigrantes centroamericanos asesinados por el cartel de Los Zetas (un año antes, en el mismo lugar, se produjo una matanza de 72 personas). Engañados por coyotes que les habían prometido cruzar a Estados Unidos, en realidad eran entregados al cártel que los ponía a luchar a muerte entre sí, como gladiadores del circo romano, para utilizar a los supervivientes como parte de su estructura criminal. En 2014 les tocó el turno a los estudiantes de la escuela de magisterio rural de Ayotzinapa, secuestrados y asesinados por del crimen organizado en colusión con las autoridades. Las autoridades mexicanas hallan hornos crematorios en una finca utilizada por un cártel. Un horror en el que si se indaga se vuelve aún más terrible, como el descenso en los círculos del infierno de Dante.

Sabemos del rancho de Teuchitlán por el relato –otra analogía histórica– de un superviviente, quien desde luego no fue a la Policía o la Fiscalía a denunciar los hechos de los que era víctima. Nadie en su sano juicio lo hace en México. ¿Cómo se va a reportar a las autoridades algo de lo que son, en el mejor de los casos, cómplices pasivos? Por ello acudió a una organización de la sociedad civil llamada Guerreros Buscadores, que es el círculo amplio del movimiento original que nació como Madres Buscadoras. Armadas con un rastrillo y una pala, las madres sin esperanza, pero con su dignidad humana íntegra, recorren los desolados campos de México en busca de los cuerpos de sus hijos. Y en lugar de recibir el apoyo irrestricto del Gobierno, sufren indiferencia cuando no abierta hostilidad. Al menos ocho de estas madres han sido asesinadas por los mismos verdugos de sus hijos.

«A los mexicanos nos molesta ver que en el extranjero solo seamos el país de la violencia. Y celebramos cuando alguien regresa de viaje y trae una historia completamente diferente sobre la riqueza cultural de nuestro país»

México vive golpeado por la violencia criminal y sus múltiples ramificaciones. Asesinato, extorsión, secuestro son palabras que han perdido su significado, laminadas por la normalización. Esta violencia es tan presente que hemos decidido ignorarla y vivir como si no existiera. Ya Ernest Becker había estudiado en La negación de la muerte que sólo ignorando la certeza de nuestro fin es que podemos hacer cosas. En México somos beckerianos al límite. No sólo ignoramos la muerte futura sino el riesgo cotidiano, presente. Comemos, reímos, paseamos, trabajamos como si no existiera el elefante en la habitación, hasta que un día oyes un barrito agudo y un invisible colmillo de marfil te atraviesa, o te aplasta una pezuña, enorme y también invisible. Una lotería al revés, con muchos números premiados cada día.

Esta estrategia de supervivencia, durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador alcanzó cuotas de esquizofrenia. El Gobierno, según múltiples testimonios, pactó con el crimen una suerte de entente de convivencia sin exigir a cambio el fin de los asesinatos. Un político que había llegado al poder exprimiendo al máximo el dolor de las víctimas –la manipulación del caso Ayotzinapa fue flagrante–, entregó los peores resultados: su sexenio fue el más violento de la historia moderna de México. La presión de Trump ha obligado a la Administración de Claudia Sheinbaum a cambiar de rumbo, pero hasta ahora con las mismas cifras alarmantes. Cada día México amanece con 80 muertos sobre la mesa del desayuno.

La violencia sería sólo estadística de no ser por la sociedad civil y organizaciones como las Madres Buscadoras, movimiento que tiene un antecedente en el encabezado por Javier Sicilia, que nació también de una tragedia personal: el asesinato de su hijo, Juan Francisco Sicilia Ortega, el 28 de marzo de 2011, en Cuernavaca, junto a cinco amigos, confundidos en un bar con un clan rival.

La caravana de protesta que organizó en aquellos días, de Cuernavaca a la Ciudad de México, se convirtió rápidamente en un movimiento social que obligó a la sociedad mexicana a abrir los ojos a la realidad que ocultaban las estadísticas. Con la lógica de expresar el dolor para empezar a mitigarlo, las sesiones de protesta consistían en el relato de las víctimas. Todos con una constante: la indiferencia del gobierno. Por cierto, Javier Sicilia es mucho más que un padre roto. Es un poeta cristalino, un ensayista heterodoxo y brillante, un novelista de ideas, un pensador en la saga de Iván Illich, un crítico social en la estela de Giuseppe Lanza del Vasto y un hombre congruente a la manera de Albert Camus. Sus frutos son invisibles, pero nos salvan del abismo.

A los mexicanos nos molesta ver que en el extranjero solo seamos el país de la violencia. Y celebramos cuando alguien regresa de viaje y trae una historia completamente diferente, sobre la riqueza cultural, gastronómica y vital de nuestro país, uno de los más singulares y deslumbrantes del mundo, con una idiosincrasia reconocible y carismática. Las ciudadelas mesoamericanas del altiplano ahí están, las pirámides mayas son colosalmente ciertas y las ciudades virreinales, puro renacimiento, también. Pero es que esto, que es cierto, convive con el horror, que no sólo es cierto sino cada vez más incontrolado. Reducir el país a la violencia es absurdo. Peor es obviarla. 

En ese sentido, Teuchitlán es ya un símbolo. Por una parte, es un pueblo idílico, patrimonio cultura de la humanidad por sus colinas de agave, en las cercanías de Tequila. Conocido por sus lagunas cristalinas, sus ancas de rana a la diabla y sus pirámides circulares, está además a una hora escasa en automóvil de Guadalajara, sede de la principal feria del libro de habla hispana. Ahora también reclama su lugar dentro de otro diccionario, el que tiene entradas como Katyn, Sobibor, Kolimá, Babi Yar o Treblinka.





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