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México y su reforma judicial, por Carlos Granés

by Marko Florentino
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La buena relación que cultivó Ortega y Gasset con Latinoamérica, en especial con Argentina, le sirvió no solo para mantener intercambios fértiles con sus intelectuales y escritores, sino para contrastar el alma o la psicología de los europeos, al menos de los españoles, con la de sus interlocutores americanos. Leyendo hoy lo que escribió entonces, su aguda mirada sorprende porque dio en el clavo. En nosotros, sobre todo en los jóvenes de América, el filósofo identificó una notable propensión al narcisismo que nos distraía de lo importante. No íbamos a las cosas; preferíamos vernos reflejados en ellas. Nos ahorrábamos la dura labor de comprender el funcionamiento del mundo reformándolo, pasando directamente a tirar las paredes de lo viejo para erigir un sistema universitario, una sociedad, el universo mismo, a imagen y semejanza de nosotros, sus nuevos creadores. 

Esto lo escribía en 1924 y uno se pregunta qué hubiera dicho de haber padecido esa avalancha de megalomanía, soberbia, ineptitud y ganas de matar y arrasar con todo que pasó por encima de Latinoamérica en los años sesenta y setenta. O qué habría dicho hoy, suponiendo que la vida lo hubiera catapultado al siglo XXI, de haber sido testigo de la reforma -más bien del invento- judicial de AMLO en México. Tal vez habría ratificado su diagnóstico: el americano tiende al narcisismo, y además habría comprobado que ese vicio va por lo general acompañado de otro aún peor, el autoritarismo. 

Solo yo, solo los nuestros tienen idoneidad moral para gobernar, porque solo yo y solo los nuestros representamos al pueblo, sabemos cómo ha de ser el futuro de nuestra sociedad o en qué dirección debe caminar la humanidad. Los otros, los fifís, los conservadores, los vendepatrias, son los traidores de México que no piensan más que en sus intereses o en quedar bien con las potencias extranjeras. Y para evitar que esos traidores se siguieran atrincherados en el último bastión elitario donde AMLO no los había podido doblegar, se inventó una reforma judicial que le otorgaba al pueblo la decisión de escoger a sus jueces. Pasado por ese filtro purificador, el voto popular, un sistema corrupto e ineficaz, lleno de conservadores retrógrados, se depuraría mágicamente. Morena, por supuesto, se otorgaría el mismo derecho que se otorgó Perón –decirle al pueblo cómo pensar para ser un buen argentino o un buen mexicano-, diseñando unas listas ilegales («acordeones», el equivalente a una «chuleta» o a una «copialina») con los nombres de los candidatos aprobados por Morena.

«Estábamos asistiendo al suicidio anunciado del sistema democrático mexicano y a la reedición del sueño húmedo del PRI: la instauración de un nuevo régimen, dueño de todos los resortes del poder, que se confundirá con el Estado y no saldrá del gobierno, con suerte, en otros setenta años»

No era necesario tener la perspicacia de Ortega y Gasset para saber a dónde iba a parar esta reforma judicial. Al menos desde 2003, cuando ejerció como jefe de Gobierno de la Ciudad de México, AMLO había cazado peleas con los jueces que lo multaron por expropiar unos terrenos. En aquella ocasión dijo que la Corte no podía estar por encima de la soberanía del pueblo –algo similar dirían Puigdemont y Trump varios años después-, y que los jueces tenían que adaptar su práctica al sentimiento popular. En otras palabras, las leyes, los códigos, los contratos y las Constituciones debían convertirse en materia maleable, susceptible de amoldarse a lo que dijera el pueblo. AMLO estaba diciendo que en México solo mandaba una entidad abstracta, el pueblo, y una concreta, su vocero, su representante: él. 

La idea de someter la elección de jueces y magistrados tenía ese propósito, eliminar las voces discordantes y replicar en el poder judicial los resultados que le habían dado a Morena la presidencia y la mayoría en el Congreso. El resultado, por supuesto, no tomó a nadie por sorpresa. Las nueve vacantes de la Suprema Corte de Justicia fueron ocupadas por nombres que aparecían en el «acordeón» de Morena, al igual que la mayoría de los puestos en el Tribunal Electoral y en el Tribunal de Disciplina Judicial (otro invento de AMLO con el que se asegura que ningún juez tenga un inesperado rapto de autonomía). Estábamos asistiendo al suicidio anunciado del sistema democrático mexicano y a la reedición del sueño húmedo del PRI: la instauración de un nuevo régimen, dueño de todos los resortes del poder, que se confundirá con el Estado y no saldrá del gobierno, con suerte, en otros setenta años. Si antes el sistema judicial mexicano era poco fiable, ahora sabemos que depende de Morena. Todo ha cambiado pero nada ha mejorado, al contrario. El narcisismo y el autoritarismo siguen siendo las tintas con las que se escribe la historia de las naciones latinoamericanas.



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