Nunca ha vivido de rentas ni ha dejado de mirar hacia adelante. Por eso Miquel Gil (Catarroja, 1956) acaricia sus cincuenta años de carrera – los cumplirá el año que viene – con un trabajo que se inscribe plenamente en la contemporaneidad. Se llama Viatger (2024), y su tacto electrónico apenas tiene nada que ver con el de aquel disco homónimo, Viajero (1988), que publicó al frente del proyecto Terminal Sur y se adelantó a su tiempo en su exploración de las entonces llamadas músicas del mundo. “Aquella era una visión confrontada con el turista, el que hacía los viajes largos, y este es el viaje de la vida, un canto a hacerse mayor: fuera los disfraces, que no te silencies ni te dejes silenciar”, confiesa acerca de su actual impulso creativo. Al mismo tiempo, arremete contra el edadismo en el mundo de las artes. “María Bas, de Nebulossa, dice que ya no tiene veinte años y que por eso hay cosas se la sudan: pues ole, qué bonito, yo estoy con eso, y de hecho me gusta curiosear y saber cómo está sonando el mundo, ese es un ejercicio que no hay que perder, no hay que dejar que te pese la mochila de la nostalgia”, argumenta. Ni siquiera permite que estas cinco décadas en el tajo, desde los tiempos de Al Tall, de cuya formación original fue miembro en los setenta, sean un lastre. Por eso dice que el título del disco proviene de un libro que le marcó, La viajera de noche (2019), de la escritora francesa Laure Adler, una lúcida reflexión sobre lo que significa envejecer.
El próximo 9 de marzo lo presentará en el Teatre Principal de València, en un concierto en el que estará acompañado por veteranos como Pep Gimeno “Botifarra” o Vicent Torrent, pero también por valores emergentes como La Maria o Titana. Una combinación de contrastada experiencia e insolente juventud que en esencia explica la vigencia de su discurso, siempre alimentándose de tradición y modernidad, cifrado ahora en un trabajo que define como de “artesanía digital del siglo XXI”, y al que no quiere ver – ni en pintura – tildado de “folklórico”. Lo explica: “El folklore es una cosa del siglo XIX, y no me gusta ese concepto museístico, con todo el respeto al museo: yo cojo un bolero tradicional para mezclarlo con reggae y ponerle la letra de un poeta, y que eso sirva para tirar hacia adelante”. Contrario al inmovilismo por naturaleza, Miquel Gil reconoce sentirse fascinado por la música “de Rocío Márquez con Bronquio”, cuyo disco Tercer cielo (2022) le rompió los esquemas, pero también por Tarta Relena, los británicos The Smile (el grupo de los Radiohead Thom Yorke y Jonny Greenwood) y lo que hace Mercedes Peón con la Warsaw Village Band. “¿Qué sería de mí sin Led Zeppelin y Bach?”, se pregunta. No cree que haya que segmentar la música por estilos. “Para mí, solo hay música buena y mala”, esgrime.
Acostumbrado a la autogestión, el músico de Catarroja piensa que la reciente oleada de artistas que funden folk y vanguardia “es positiva porque interpretar el presente y el futuro desde tu patrimonio siempre aporta originalidad”, aunque la multiculturalidad “esté en entredicho en Alemania, Francia, Polonia, Hungría y aquí”, y confiesa que la textura electrónica de su nuevo trabajo culmina un trayecto que viene de lejos: “Vengo de los Spectrum, Commodores y Ataris, muchos de mis instrumentos orgánicos en discos anteriores eran samplers, y tenía ganas de jugar con la tecnología, porque la electrónica democratiza: es algo que había intentado antes con cançons de batre pero no me había gustado el resultado”. Viatger (2024) también alberga un homenaje al añorado Joan Baptista Humet en forma de versión, Otoño en Navarrés, que le dio “llorera” porque le remite a la exuberante naturaleza de una comarca que conoce bien. Lo único que lamenta es la discontinuidad de nuestra escena: “Muchos músicos tienen chiquillos y se lo dejan, yo tengo mucha envidia de los norteamericanos, que tienen una red de locales para actuar y mueren en el escenario”. Y aunque reconoce que en la última década “había una infraestructura y grupos que han crecido espectacularmente con un circuito de actuaciones”, reconoce sus dudas ante el titubeante presente: “Tendremos que volver a las trincheras en toda Europa pero no solo por la música, sino por valores que dábamos por consolidados, como el ecologismo o el feminismo: después de la serie Falcon Crest, las redes sociales son lo que más daño ha hecho a la sociedad porque no las estamos sabiendo gestionar y están produciendo auténticos monstruos”.
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