Las flores que asoman por los balcones de Gràcia no engañan: la primavera se acerca, es 8 de marzo de 1984 en Barcelona. Dolors Majoral y Gretel Ammann salen del recién inaugurado Centro de Estudios de la Mujer (El Centro) y se encaminan a la peluquería de Susana. Las “paradas obligatorias” alargan el camino: una barra en la panadería de Elena y Anna, saludar rápidamente a Carme en la carpintería y recoger las fotos reveladas en donde Laia. Un núcleo vecinal exclusivamente formado por feministas y lesbianas en el centro de Barcelona fue el proyecto de vida utópico de Majoral, Amman y sus compañeras de la Red de Amazonas: “Queríamos un pequeño barrio habitado solo por mujeres totalmente autónomas y luchadoras, independientes de modelos heterosexuales y masculinos. Estábamos en la vanguardia del feminismo y del separatismo lésbico”. Cuarenta años después, Dolors Majoral (Rubí, Barcelona, 72 años) permanece tan involucrada en la causa feminista que, por los preparativos del Día de la Mujer, solo tiene hueco para una llamada telefónica.
La cinta se rebobina. El 27 de mayo de 1976 ―ocho años antes de la inauguración de El Centro― 4.000 personas desafiaban el aforo del Paraninfo de la Universidad de Barcelona para asistir a las I Jornades Catalanes de la Dona (jornadas catalanas de la mujer). Por primera vez las mujeres llevarían al debate público temas como la brecha salarial, el divorcio, el aborto o la sexualidad: el feminismo estaba eclosionando y su ruido despertaba a una España en transición. Majoral señala que, en sus inicios, el movimiento bebía del activismo vecinal: “Casi nadie se denominaba feminista, éramos mujeres que salíamos a luchar por nuestros derechos, y en la calle coincidíamos todas, feministas declaradas y no declaradas”. Majoral tuvo que conformarse con escuchar las jornadas por la radio, mientras atendía la tienda de ultramarinos que regentaba en Rubí. Las jornadas “de sol a sol” tras el mostrador se acabaron a finales de la década de los 70, cuando se mudó a Barcelona para dedicarse profesionalmente al teatro. “Estudié en el Institut del Teatre de Terrassa movida por la curiosidad que genera lo prohibido. El teatro es más abierto que el resto de la sociedad y me permitió entenderme a mí misma”, recuerda Majoral. El arte dramático le abrió las puertas de los garitos feministas de la ciudad.
La plaza de Cardona está en el corazón el barrio de Sant Gervasi. Allí, una mujer de pelo corto y con vaqueros de tiro alto se asoma a la rendija del número 7. Tras identificarse rápidamente, le abren las puertas de Daniel’s, epicentro del lesbianismo de la época. Como la normativa de la época prohibía los clubes no mixtos, el bar disponía de un sistema de alerta de las redadas policiales. “Cuando se encendía la luz roja, dejábamos de bailar y de darnos cariño. Sacábamos los juegos de mesa y les decíamos que era un local donde charlar y tomar el té, algo inofensivo”, recuerda. Cuando la Policía se marchaba, el parchís y el dominó eran sustituidos por la música de Mari Trini y la mesa de villar, entorno a la que Majoral conoció a la que sería su pareja los próximos 20 años.
Gretel Ammann (San Sebastián, 1947-Barcelona, 2000) fue filósofa, ensayista, pionera de la teoría feminista y el separatismo lésbico en España y, sobre todo, activista. “Gretel estaba involucrada en todas las luchas sociales ―ecologista, pacifista, vecinal, asamblearia―, durante un tiempo llegó a pertenecer al movimiento comunista de Barcelona”, expone Majoral. De todas las causas, el feminismo fue protagonista y de la mano de Majoral y sus compañeras, Ammann fundó el primer grupo de teatro de mujeres y la primera escuela de verano, y lanzaron Red de Amazonas, la revista que editaban desde el número 256 de la calle Roselló. “Acudíamos casi diariamente al Centro de Estudios de la Mujer para celebrar debates, organizar charlas o hacer presentaciones. Terminábamos empoderadas y convencidas de la lucha separatista pero al salir, nos dábamos de bruces con la realidad”, cuenta. La realidad es que si querían tomar una cerveza en un lugar sin hombres tendrían que abrirlo ellas mismas: La Nostra Illa, la pequeña barra de bebidas y frutos secos, cumple ahora 38 años siendo un espacio para el cine, karaoke, charlas, talleres y, en especial, “para combatir la soledad de las integrantes de la comunidad”, destaca Virginia Rayuela, directora de la asociación.
La comodidad de contar con una cafetería pegada al centro les incitó a reproducir el modelo de comunidad que ya existía en ciudades como Paris o Berlín. “Teníamos la golosina en la boca, visualizábamos un barrio exclusivamente lesbiano en el centro de Barcelona. Pero, aunque de la ilusión se viva, esta no paga los alquileres”, lamenta Majoral. El paso de los años, las circunstancias personales y la apertura de la primera sede de Ca la Dona, retiró a Majoral y a sus compañeras de Gràcia y las “encerró” en Diagonal para editar, durante más de una década, Laberint, el “legado de Gretel” o la revista de difusión y discusión para mujeres y lesbianas. El magazine integraba artículos feministas, piezas de escritura creativa, convocatorias de eventos y un rico repertorio de las investigaciones, libros y estudios europeos traducidos por Ammann. Majoral opina que el feminismo es inseparable del internacionalismo. Ella y sus compañeras fueron por las distintas capitales europeas “de feria en feria” del libro, para tejer una red de mujeres incorporando la experiencia, la teoría y las dinámicas de cada lugar. “El componente internacional es igual o más necesario ahora que nunca”, advierte.
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Después de años reducido a una actividad puramente institucional y de “puertas a dentro”, desde hace unos años el feminismo ha vuelto a las calles, ampliando su campo social y creando más conciencia, “a pesar de que luego solo hablemos de discrepancia”, critica. Como mujer entregada a la causa, a Majoral le duele ver cómo el debate enriquecedor se convierte en discusión, “cuando necesitamos tanto que esté fuerte y unido”, añade. A los partidarios de que “todo está hecho”, Majoral les da un último consejo antes de volver a los preparativos vecinales del 8-M: “No es necesario que se califiquen como lesbianas, feministas o vecinas. Que sean ellas mismas, que se pongan las gafas violetas y entonces se pregunten a si mismas si tienen todos sus derechos cubiertos, si se desenvuelven íntegramente y si son capaces de vivir en plenitud todos los momentos de sus vidas. Seguramente la respuesta sea no, y luchar por ello es feminismo, aunque lo quieran llamar de otra manera”.
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