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No hace mucho, tras la lectura de Filosofía de la religión. Historia, contenidos, perspectivas (Madrid, Trotta, 2022), publiqué una reseña titulada Manuel Fraijó: el obsequio de una vida dedicada a la reflexión filosófica en torno a la religión (Isegoría, nº 68); pues, en aquel libro, Fraijó nos ofrecía, con sistematicidad y generosidad, el resultado de años de estudio e investigación en el ámbito de la filosofía de la religión. Tan solo dos años después, la Editorial Trotta publica un nuevo libro del mismo autor: Momentos estelares en la historia del pensamiento cristiano. Escritos sobre religión y filosofía (Madrid, Trotta, 2024).
No debe sorprendernos. Tal vez entonces debería haber precisado que aquella vida dedicada a la reflexión filosófica en torno a la religión ha sido —y, en realidad, sigue siendo— una vida académica. Y bien saben, los que se dedican a la academia, que la actividad investigadora de un profesor no se limita a esos libros y artículos que con tanto esmero, cuidado y devoción escribe —ni por supuesto a la presuntuosamente cristalizada en un número x de sexenios reconocidos por la Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora—. Por el contrario, la actividad investigadora de un profesor se extiende y ramifica en otras muchas actividades: cursos, seminarios, congresos, coloquios, conferencias, entrevistas, programas de radio, etc.; actividades que en numerosas ocasiones entorpecen y ralentizan la elaboración de los ansiados ensayos, manuales y monografías, pero que retroalimentan la investigación de la que surgen, nutriéndola y enriqueciéndola, llevándola en definitiva hacia cauces más profundos.
Y, así, en esta ocasión, Manuel Fraijó, catedrático de Filosofía de la Religión de la UNED, nos ofrece estos nuevos obsequios de filosofía y de religión provenientes de esa actividad de la que solo es plenamente consciente el sujeto que la realiza. Momentos estelares en la historia del pensamiento cristiano recoge ocho artículos publicados en El País, 11 conferencias —la mayoría de ellas impartidas en la Fundación Politeia—, cuatro entrevistas y cuatro obituarios: teselas que forman parte del rico mosaico que es la filosofía de la religión de este autor y que juntas no solo nos permiten conocer su juicio sobre esos «momentos estelares» del pensamiento cristiano, sino también atisbar sus temas preferenciales e incluso determinar lo que para Isaiah Berlin sería la obstinación monomaniaca del erizo-Fraijó.
Junto a estos momentos y temas, aparecerá una buena dosis de nombres de filósofos (Erasmo, Kant, Pascal, Bergson, Jonas, Benjamin, Unamuno, etc.) y teólogos (Bultmann, Bonhoeffer, Rahner, Pannenberg, Küng, Moltmann, etc.), compañeros de fatigas —la mayoría de ellos en sentido figurado, pero más de uno en sentido literal— del autor. Son todos ellos —apropiándonos de una feliz formulación de Fraijó— «carboneros ilustrados»: hombres que han profesado una fe no ingenua, una fe que acosada por la duda vuelve sus ojos a la razón; hombres que viven de la búsqueda de la verdad más que de su posesión y que, con su búsqueda, han contribuido notablemente al avance y a la apertura del cristianismo hacia esa reflexión racional, crítica, rigurosa y sistemática que es la filosofía de la religión.
Momentos, temas e intelectuales se asoman en este libro con la elegancia que siempre ha caracterizado al magisterio de Fraijó; pero, en esta ocasión, debemos añadir la claridad, agilidad y viveza de textos que han sido escritos —ya sea para ser leídos o escuchados— pensando en el público en general, sin gran aparato crítico, pero llenos de erudición. La estructura del libro —artículos y conferencias, entrevistas y en recuerdo de los amigos—, respeta la tipología y el origen de los textos, pero permite que el lector pasee por sus páginas en función de sus propios intereses, sin necesidad de seguir un orden previamente establecido.
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Helenismo y judaísmo
Si quisiésemos rearticular cronológicamente esos «momentos estelares», nos encontramos con que el primero de ellos parecería de cuño estrictamente filosófico: el nacimiento y auge del estoicismo, el epicureísmo y el escepticismo en torno al siglo III a. C. Sin embargo, esta afirmación no es del todo cierta. Estas tres escuelas helenísticas marcaron profundamente nuestra cultura occidental y sus cosmovisiones convivieron con el nacimiento del cristianismo primitivo. De igual modo, las tres vivieron un bello resurgir durante el Renacimiento que motivará el auge del humanismo cristiano. Todas ellas persiguen el ideal de la ataraxia: una cierta imperturbabilidad del alma que nos anima a desprendernos de lo material, no preocuparnos por lo que no está bajo nuestro control y afrontar con sabiduría y resignación tanto la incertidumbre de la vida como la inevitabilidad de la muerte. Aunque cada una de estas corrientes afrontará el reto de diferente modo: el estoicismo a través de la apatía, el epicureísmo a través de un hedonismo intelectual y el escepticismo a través de la afasia y la suspensión del juicio.
Son las múltiples interconexiones que se dan entre cristianismo, helenismo y judaísmo en los primeros siglos de nuestra era las que nos llevan al segundo «momento estelar» abordado por Fraijó: los concilios de Nicea (325) y de Constantinopla (381), los dos primeros concilios ecuménicos. El cristianismo hereda de la filosofía el deseo de confrontación con el mito, de racionalización y de clarificación doctrinal. Los primeros concilios muestran el deseo de establecer una ortodoxia unívoca. El concilio de Nicea fue convocado por el emperador Constantino I. En él se revisa la tesis del arrianismo —que proclamaba la unicidad de Dios y, en consecuencia, el «subordinacionismo» del Hijo al Padre—. Finalmente, el concilio estableció la naturaleza divina del Hijo y su relación con el Padre, en contra del arrianismo. Es la constitución de la primera parte del credo niceno. Sin embargo, la polémica no cesó y, finalmente, el arrianismo será condenado como herejía pocos años después en el primer concilio de Constantinopla, convocado por el emperador Teodosio. Este concilio pasa a la historia por la conformación de la segunda parte del credo niceno-constantinopolitano: la profesión de fe en el Espíritu Santo y su obra salvífica. Es el symbolon de la fe cristiana que llega hasta nuestros días.
Avanzando en el tiempo, nos encontramos con el reto que supuso la Reforma de Lutero, otro momento si no «estelar», sí decisivo en la historia del cristianismo. La figura de Lutero es recurrente en los escritos de Fraijó, quien no duda en celebrar su «rehabilitación» en el último siglo a manos de teólogos e historiadores católicos. La controversia sobre el libre albedrío entre Erasmo y Lutero, el impulso reformador bienintencionado de ambos pensadores, el debate en torno a la salvación por la sola fe, la posterior ruptura de Lutero y el auge del protestantismo obligaron al cristianismo a una profunda reflexión sobre sus dogmas y, muy especialmente, sobre los usos y abusos en los que había caído la Iglesia. El cristianismo actual debe mucho del impulso renovador al que finalmente se vio abocado. Las discrepancias de Erasmo y Lutero en torno al hombre y su justificación todavía pueden apreciarse claramente diferenciadas en el enfrentamiento entre jesuitas y jansenistas en el siglo XVII.
También la segunda mitad del siglo XIX y la tan diferente deriva de la teología protestante y de la teología católica es considerado un momento decisivo. Para Fraijó resulta fundamental el debate teológico que supuso el fin de la teología protestante liberal y que dio paso a la teología dialéctica. La teología liberal (Harnack, Troeltsch, Ritschl, Hermann) asumió el método histórico-critico, relativizó la tradición dogmática de la Iglesia, insistió en la dimensión ética del cristianismo y, finalmente, abrazó los principios del liberalismo burgués imperante. Lo que en un principio podría ser visto como un noble intento de elevar el protestantismo «a la altura de los tiempos» —por decirlo orteguianamente— terminó paradójicamente en la declaración de guerra del káiser Guillermo II, firmada por 93 intelectuales, entre los que figuraban los más importantes teólogos liberales.
El concilio Vaticano II
Este hecho fue visto con estupor por otros teólogos protestantes que iniciaron una revisión crítica de la teología liberal. Es el origen de la teología dialéctica: el restablecimiento de la totaliter aliter de Dios (Barth), imposibilita que este se reconcilie con realidades mundanas o ideologías políticas. Se les reprocha a los teólogos liberales que hayan hablado más del hombre que de Dios (Bultmann) y se les recuerda que Dios no es un mero dato, posible objeto de estudio histórico-crítico, sino que permanece en el ámbito de lo inefable, pues lo numinoso (Otto) es mysterium tremendum et fascinans.
Al tiempo que se desarrollaba este profundo debate teológico en el ala protestante, el catolicismo cerraba sus puertas a lo nuevo. La segunda mitad del siglo XIX es, pese a la pujante vida espiritual de los creyentes, una época intelectualmente pobre para el catolicismo. El principal acontecimiento eclesial del siglo fue el concilio Vaticano I (1870) —vigésimo concilio ecuménico—, convocado por Pío IX que se enfocó principalmente en determinar la infalibilidad del papa. Entre las numerosas sombras que oscurecen este concilio, hay un claro: la definición de la fe como «obsequio razonable», una definición que intenta paliar por igual los excesos tanto del racionalismo como del fideísmo.
Mejor valoración tendrá el último «momento estelar» analizado en estas páginas: el concilio Vaticano II (1962-1965), convocado por Juan XXIII. Es el último concilio ecuménico y se caracterizó por la apertura democrática y el diálogo. Los logros de este concilio son múltiples tanto a nivel teórico como a nivel práctico: se potencia la liturgia de la palabra y el sacerdocio general de todos los fieles, se entiende la revelación como manifestación gratuita, se hace hincapié en la concepción de la iglesia como comunidad, se llama a la unidad de todas las iglesias, se reconoce la libertad religiosa, etc. Por todo ello, nos dice Fraijó, «desató un impulso que encontró su plasmación más lograda en la ‘teología de la liberación’ [Moltmann, Metz] y en la ‘opción por los pobres’».
Estos momentos histórica y filosóficamente informados van acompañados de otros temas decisivos. Son las grandes preocupaciones a las que se han aproximado tanto la filosofía como la religión, temas preferenciales tanto para el cristianismo como para Fraijó: el amor, la fraternidad, la solidaridad, la inmortalidad del alma, la resurrección de los cuerpos, el mal, el sufrimiento, la muerte, la vida en el más allá, etc.
El valor de la esperanza
Pero hay, al menos, un tema que bien merece la calificación de estelar: la esperanza. Esta es la más que sana obsesión monomaniaca del erizo-Fraijó al que me refería al inicio de estas líneas, su «poste sagrado» (Eliade), el eje central sobre el que pivota su aproximación a las religiones, en general, y al cristianismo, en particular. A ella ha brindado grandes esfuerzos conceptuales y no pocas páginas, sobre ella discutió con su gran amigo —maestro para otros— Muguerza. Uno de sus primeros libros se titula Fragmentos de esperanza (Navarra, EVD, 1992) y a ella dedica el epílogo que cierra este nuevo libro: «Jürgen Moltmann: elogio de la esperanza». Es la esperanza el tema que le lleva a simpatizar con autores como Moltmann, Pannenberg o Küng, aun cuando se nos presente «enlutada» (Bloch) o cubierta de una dimensión trágica (Unamuno). «Y es que ni los pueblos ni los individuos sobreviven sin esperanza», nos recuerda Fraijó. Y con ella deseo finalizar yo este comentario, en estos días tan aciagos en los que vivimos con el corazón encogido.
En torno a la esperanza cierran filas filosofía y religión, aun cuando difieren en el modo en que se aproximan a ella y el ámbito en el que la depositan. La filosofía estrecha su atención en la esperanza intrahistórica, aquella capaz de alentar y energizar grandes proyectos éticos. Las religiones también contribuyen noblemente a esta tarea, pero van más allá y abren la puerta a la esperanza escatológica, aquella que nos habla de una vida más allá y de promesas de salvación cumplidas. Ambas se asientan sobre una razón anamnética que siente el dolor y el sufrimiento de las víctimas de la historia; pero mientras que la primera anhela que la injusticia no sea la última palabra y alimenta la solidaridad, la segunda confía en que la injusticia sea reparada y que, finalmente, esta no sea toda la historia…
Y en esas andamos nosotros estos días, más necesitados que nunca de la una y de la otra. De la primera para que el río de solidaridad sea mayor que el de lodo, de la segunda para ayudar en el consuelo de aquellos que han perdido a sus seres queridos. Otra vez es noviembre —diría Fraijó—, pero para enfrentarlo nos deja el más valioso de los obsequios: la esperanza.