Están los opositores al régimen y están los opositores de las oposiciones, que son o pretenden ser suscriptores del régimen. Mi vida romántica me ha llevado a opositar varias veces en esta segunda acepción. No por suscribir el régimen, he de aclarar en mi caso, sino por el sueño de vivir sin trabajar. Algo que, por lo demás, comparto con el resto de los españoles.
El opositor se acoge al ideal del rentista, que es el de ingresar un dinerito al mes, todos los meses; aunque a cambio, si no del trabajo, sí de entregarle unas horas diarias al Estado. Los funcionarios son seres descansados pero menguados, que van por la vida con amputaciones de su tiempo. Ahora que lo pienso, le pasa lo mismo a todo trabajador, solo que este encima tiene que trabajar.
Estoy bromeando, naturalmente. Algunos funcionarios logran escaquearse, como en los viejos tiempos; pero la mayoría trabaja. Y hay sectores particularmente duros, como el de la enseñanza o la sanidad. Pero esa esperanza de relax sí que anida en el opositor, siquiera sea la de alcanzar el preciado empleo fijo, que en esta época está más caro que nunca. Esperanza que ha de afrontar el nada relajado y sumamente esforzado, durante meses o años, «proceso selectivo». Puede que el opositor aspire a no trabajar, pero en las oposiciones mismas vaya si tendrá que trabajar.
La amputación del tiempo es total en el periodo de las oposiciones, con la maldición añadida de que la exigua parte no amputada queda contaminada también, por la cantidad de basura que circula por el cerebro a partir de un momento determinado y por la culpa de no estar estudiando en los minutos libres. Los días del opositor son días de muy mala calidad. Sumados los días y los años gastados por todos los opositores, da una cantidad monstruosa de energía desperdiciada. Pero como diría un castizo malagueño: «Al menos están arretiraos de la droga».
«Los procesos selectivos sirven para que entren los que se lo merecen; y ya de paso los enchufados»
Al leer las preguntas filtradas de las pruebas a periodista de RTVE, los no familiarizados con las oposiciones se han preguntado qué tenían que ver con el puesto. La respuesta es que esa no es la pregunta. En estos procesos selectivos de lo que se trata es justamente de seleccionar. Esto sirve para que entren los que se lo merecen; y ya de paso los enchufados a los que se les ha filtrado las preguntas. Quienes las filtran suelen ser, coherentemente, aquellos autodenominados de izquierdas que hoy atacan la meritocracia.
Algunas oposiciones sí me las he preparado más o menos, pero el mismo romanticismo que me ha llevado a presentarme me ha hecho a veces sabotearlas.
Mis dos momentos cumbre fueron cuando, en unas oposiciones a profesor de Lengua y Literatura, me preparé solo el tema de Góngora; y en otras a profesor de Filosofía, solo el de Spinoza. Mientras me estudiaba a esos dos autores como si fuese a hacer una tesis doctoral, histrionozaba ante mis amigos: «¡Me lo juego todo a la carta gongorina!». O: «¡Me lo juego todo a la carta spinoziana!».
En ninguno de los dos casos salió la bolita, pero dudé si escribir el tema de Góngora cuando había salido el del Lazarillo, o el de Spinoza cuando el de Abelardo. No solo había cretinismo en mí, sino también una cierta lógica: endilgándole mis eruditos folios (¡con mi apabullante prosa!), el tribunal se rendiría ante mis cualidades.
Pero en ambas ocasiones terminé actuando igual (mi cretinismo se imponía indefectiblemente): entregué el examen en blanco, porque consideré que el tribunal no era digno de saborear mis conocimientos sobre Góngora o Spinoza. ¡Así funciono!