Corrían los años noventa cuando un emprendedor que contaba con varios negocios logró poner una pica en un club exclusivo. Un día mientras trabajaba sonó el teléfono. Tras unos minutos de conversación se quedó lívido. Acababa de hablar con Marta Ferrusola, quien, tras identificarse como esposa del presidente de la Generalitat, le propuso encargarse de la ornamentación floral del nuevo negocio. La oferta no le interesaba, pero no sabía cómo decir que no a la mujer de Jordi Pujol. Era difícil dar la negativa por respuesta a la entonces primera dama de Cataluña. Así que por temor a una suerte de castigo divino con aplicación terrenal se plegó a la voluntad de Marta Ferrusola, que falleció este lunes a los 89 años. Fue una mujer sin la que resulta difícil entender hasta qué punto caló en la sociedad catalana ese fenómeno de abducción colectiva llamado pujolismo. Ferrusola fue sobre todo la matriarca de una familia de controvertidos límites éticos y morales que acabó sus días afectada por una enfermedad de Alzheimer, según un dictamen forense de marzo de 2021. El juez la procesó por considerarla uno de los cerebros financieros de la familia, pero la causa contra ella quedó archivada por demencia severa.
Casada en 1956 con Pujol, no soportó jamás que se pusiera en entredicho la honorabilidad de ella o de sus hijos por poco claros que fueran sus negocios. Hasta que el tripartito de izquierdas llegó al poder, Ferrusola mantuvo –a través de la empresa Hidroplant– contratos de mantenimiento de jardinería con los departamentos de Economía, Medio Ambiente, Presidencia y Gobernación de la Generalitat. La sombra de Ferrusola no se quedaba ahí, se extendía a toda la sociedad catalana gracias a ese fenómeno llamado pujolismo. Hasta el mismísimo Josep Lluís Núñez mediados los noventa y siendo presidente del Barça cedió para que Hidroplant se encargara de colocar césped en el Camp Nou, lo que acabó en un auténtico fiasco. Cataluña era para Marta Ferrusola una extensión del Palau de la Generalitat gobernado por su marido. De su sentido patrimonial del poder y del país da idea la frase con la que anatemizó al Gobierno de Maragall, tras desalojar a CiU del poder: “Es como si entran en tu casa y te encuentras los armarios revueltos, porque te han robado”
Hasta entonces y bajo su sombra protectora, casi todos sus hijos fueron o adjudicatarios de encargos de administraciones públicas o intermediarios de ellos. Algunos Pujol-Ferrusola incluso formaron parte de delegaciones catalanas en viajes oficiales de su padre. Cualquier comisión de investigación parlamentaria al respecto se cortó de raíz hasta finales de los noventa. Cuando el fenómeno creció y se convirtió en políticamente amenazante para el mismísimo president, Pujol trató de ponerles coto. Era demasiado tarde. Ni los consejeros de Presidencia a quienes encomendó la tutela de los chicos fueron capaces de embridarlos. Marta los protegía y se erigía en matriarca frente a un Jordi Pujol con complejo de culpa por la dejación en aras de la política de su papel de padre de familia. El president era incapaz de imponer en casa la autoridad que ejercía sobre la sociedad catalana. Cuando en 2015 –un año después de la confesión de fraude continuado al fisco– Marta Ferrusola acudió al Parlament. Allí sostuvo que sus hijos estaban en una situación precaria a pesar de los escándalos económicos que les rodeaban. “Van con una mano delante y otra detrás”, sentenció. Siempre cultivó la idea de que la famosa deixa del avi Florenci no era más que un simple viático –un raconet– por si el régimen de colectivizaciones volvía a Cataluña.
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Esa defensa de lo que consideraba poco menos que un derecho natural de su familia la llevó a mantener actitudes misóginas con las mujeres que rodeaban a su marido. No fueron fáciles sus relaciones con Carme Alcoriza, durante 40 años secretaria de Pujol. Ramon Pedrós, que durante un decenio fue jefe de prensa de Pujol, aseguraba que el president no viajó nunca a Cuba porque su esposa no lo hubiera acompañado a lo que consideraba un paraíso de perversión y vicio. Ferrusola intervenía activamente para tratar de evitar divorcios y, en general para poner coto a la que consideraba vida licenciosa de algunos de los consejeros de su marido, una receta con la que, por cierto, no triunfó mucho con sus propios hijos. Con todo, la derecha catalana la consideraba un referente. “Això es una dona”, le gritaban los seguidores de CiU a Marta la noche del 29 de abril de 1984 cuando compareció con su marido en el balcón del Majestic después de que la coalición obtuviera una de sus mayorías absolutas. Sus incondicionales la veían como la evidencia del triunfo de la tradición catalana frente al feminismo: madre de familia, intachable ama de casa, atenta con su marido y emprendedora con los negocios.
Su vertiente de creyente presidió buena parte de su actividad pública. En 1990 asistió a la beatificación de 11 mártires de la Cruzada “fusilados por odio a la fe”, en una de las hornadas de santidad que Juan Pablo II puso en marcha. Tampoco le dolieron prendas en compartir patio de butacas con Jorge Fernández –el ministro del Interior del PP que pasados unos años hablaría con su ángel de la guarda– en la solemne canonización de San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. Con esta manera de entender el cristianismo no tiene nada de extraño que apadrinara el alumbramiento público de la Fundación Provida, opuesta al aborto. Tanta trascendencia y respeto por la tradición católica contrasta con la frivolidad con la que empleaba el alias de “madre superiora” en sus comunicaciones con la dirección terrenal de la andorrana Banca Reig, que llamara a su hijo mayor –Jordi– “capellán de la parroquia” y que los millones fueran “misales”.
En el terreno político, mantuvo una estrecha relación y supervisión de los proyectos de su marido. Cuando la noche del 21 al 22 de mayo de 1960 supo que la policía acabaría llamando a la puerta de su domicilio, le dijo a Pujol: “Ahora es el momento de quedarse”. El que luego sería president de la Generalitat fue condenado por los tribunales de la dictadura a siete años de prisión, de los que cumplió tres. Ferrusola siguió políticamente a su marido y militó desde primera hora hasta su disolución en Convergència Democrática. Fue decisiva en la defenestración de Miquel Roca de CDC –en la que participó su hijo Jordi– y también en la entronización de Artur Mas como delfín. De José Montilla, el socialista que relevó a Pasqual Maragall en la presidencia de la Generalitat, no le gustaba que se llamara José. El castellano siempre fue una china en el zapato nacionalista de Marta, que fue beligerante con una inmigración que creía con la infiel misión primero de sustituir el catalán por el castellano y luego de derribar campanarios para erigir minaretes. Compartió puntos de vista xenófobos con el líder histórico de Esquerra, Heribert Barrera. “El problema es que las ayudas solo sirven para los inmigrantes que acaban de llegar (…) que sólo saben decir dame de comer”, dijo en 2001 en Girona. Su marido apostilló que lo expresado por su esposa en un lenguaje “muy franco y muy directo” es lo que pensaba “la gran mayoría de ciudadanos”. A pesar de las diferencias, la simbiosis Pujol-Ferrusola fue tolerablemente perfecta.
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