Rafael Sánchez Ferlosio tuvo un olfato envidiable para descubrir los perfumes (a veces hedores) moralizantes que se ocultaban bajo las construcciones verbales aparentemente más inocentes. Aprender un lenguaje, sobre todo sus frases hechas más comunes, es sufrir un proceso de domesticación social subrepticio que nos marca queramos o no. Por ejemplo, las palabras que expresan una interrupción placentera de las obligaciones laborales siempre van precedidas de algún término que alivia el escándalo puritano ante tanto hedonismo, y así las vacaciones son merecidas, el ocio reparador, los placeres lícitos o inocentes, etc… Son calificativos que acompañan al sospechoso como la pareja de la Guardia Civil al vagabundo malencarado, para dejar claro que el orden moral no se ha interrumpido del todo y «al cielo, lo que se dice al cielo, iremos los de siempre», como se aseguraba en aquel chiste genial de Mingote.
Otra fórmula verbal que Ferlosio destripó magistralmente es la de «cargarse de razón». Cuando uno ha hecho acopio de argumentos y se convence de estar «cargado de razón» se convierte en alguien sumamente peligroso. Porque las razones que llenan sus alforjas mentales no le cargan como un peso que hay que soportar y que aporta gravedad a su andadura, sino como la munición que carga un arma y la pone a punto de hacer fuego. Quien se halla convencido de estar cargado de razón siente que puede y probablemente debe dispararse mortalmente contra sus adversarios sin miramientos. Como carece de dudas contemporizadoras y de remilgos escépticos, solo puede verse frenado por el Código Penal y los sufridos guardias de la porra.
La mayor parte de nuestros más peligrosos conciudadanos están convencidos de que, a su modo, están cargados de razón y de que quien critica sus actividades lo hace por oponerse a esa diosa a la que debemos culto fiel desde los tiempos de la Ilustración. Se trata de una forma más o menos benévola de locura, desde luego. Los bárbaros son los que creen tener de su lado una razón incontrovertible. Como bien dijo Chesterton, «el loco es quien lo ha perdido todo, absolutamente todo… menos la razón».
La fe religiosa ha producido oleadas crueles a lo largo de la historia. Hoy también el islamismo es fuente de atentados terroristas en los países democráticos y de tiranías dogmáticas en los países musulmanes, padecidas especialmente por las mujeres. A pesar de que criticar al Islam se ha convertido casi en un delito entre nosotros (un sacerdote católico que no dijo más que lo que muchos pensamos ha sido acusado recientemente de delito de odio), lo cierto es que la sumisión islámica resulta difícilmente compatible con las libertades y derechos de la democracia, por decirlo suavemente.
De modo mucho menos sanguinario ahora, la ortodoxia cristiana también ha propiciado la represión en las costumbres y la censura en las manifestaciones culturales: véase la prohibición de obras clásicas de la literatura en centros escolares de USA. Pero los creyentes inquisitoriales aceptan al menos que obran en nombre de una autoridad que no es de este mundo y en la que los infieles no creen (aunque ellos estén dispuestos a obligarles a obrar como si creyesen).
«La razón científica no puede ser invocada para ejercer un despotismo semejante al de los dogmas religiosos»
Pero en nuestro tiempo padecemos a otros bárbaros que ejercen un dogmatismo violento en nombre de una ideología considerada racional. Digo «considerada» porque no lo es: el verdadero racionalismo acepta dudas y miramientos al imponerse, y nunca por una fuerza que vaya contra el respeto a la individualidad humana y a las instituciones sociales legítimamente establecidas. La razón científica no puede ser invocada para ejercer un despotismo semejante al de los dogmas religiosos. Alguien racional no es solo el que defiende y practica un ideario racionalista, sino el que ejerce su razón de modo razonable. Si no se es razonable, cargarse de razón es acumular peligrosos prejuicios y no lecciones de sabiduría.
Vean por ejemplo a esa pareja de señoras o señoritas que lanzaron pintura roja contra un cuadro valioso en el Museo Naval porque representa a Colón llegando a América. Causaron serios daños a la obra de arte, los cuales, según dicen, no piensan sufragar porque su acto de vandalismo queda excusado por la libertad de expresión. Esta pareja miserable pertenece a una rama de fanatismo supuestamente racional y científico llamado Futuro Vegetal. Un título que indica su nivel intelectual porque es tan inspirador como Pretérito Translúcido o Porvenir Hidropónico. Sin duda, el llamado cambio climático existe, como siempre, y puede que algunos de sus efectos indeseables se deban a la actividad humana.
En cualquier caso, el apocalipsis a corto plazo no es un dogma más que para los profetas menos fiables. Y nada autoriza a nadie a saltarse las normas sociales para provocar un malestar que acabe justificando su alarma. El futuro de nuestras sociedades está mucho más amenazado por los vándalos cargados de razón que por cualquier otro peligro. Cuantos menos miramientos se tenga con ellos para hacerles pagar por sus desmanes, mejor nos irá a corto y a largo plazo.