Le dieron el premio Príncipe de Asturias de las Artes a… ¡Meryl Streep! Y ahora, el Goya internacional a… ¡Sigourney Weaver!
Y nadie pone objeciones, ya que a todo el mundo le gustan esas actrices.
Desde luego que ambas tienen mérito en lo suyo, pero, ¿es necesario de verdad que esas celebérrimas actrices norteamericanas, ya respaldadas por la industria cinematográfica más poderosa del mundo, ya celebradas y adineradas, sean premiadas por las instituciones de un país como España, en el furgón de cola de la cultura europea —sí, así es: en el furgón de cola— pero que todavía podría hacer alarde de independencia de criterio y, por ejemplo, postularse como puente cultural privilegiado con los países de Hispanoamérica?
¿No denota provincianismo, un complejo de inferioridad del aldeano hacia la metrópoli, esta obsesión de adular a estrellas del cine norteamericano y en general de la cultura anglosajona, que, sea por sus propios méritos (que nadie discute) o sea por la inercia de la superioridad económica y política que esos países detentan, ya son sobradamente conocidos, reconocidos y admirados?
«¿Alguien cree de verdad que concediendo premios a esos figurones el Reino de España gana renombre y prestigio?
Los Príncipe de Asturias de las Artes premiaron en 2007 a Bob Dylan, adelantándose al Nobel en memez. ¿De verdad necesitaba esa distinción el trovador más famoso del mundo, y necesitaba la dotación del premio el multimillonario de Malibú? ¿O es que alguien, algún cerebro privilegiado en la cocina de esos galardones, cree de verdad que concediendo premios a esos figurones el Reino de España se da a conocer en el mundo, gana renombre y prestigio? Hay que ser muy ingenuo.
Dylan ni siquiera se molestó en venir a recoger el premio, sólo viaja a las provincias del imperio para dar conciertos, pues le gusta cantar, no hacer el paripé. A Leonard Cohen (como Dylan, un oscuro e ignorado cantautor al que le venía muy bien la dotación del premio para pagar la hipoteca de su apartamento, ¿verdad?) le dieron el Príncipe de Asturias en el año 2011. ¿Para qué?
Sí, claro, a nosotros, como a los miembros del jurado, nos gustan Meryl y Sigourney, y Dylan y Cohen, pero no hacía falta sobreactuar de esta manera. Ya estaban ambos abrumados de honores, y ruisselants d’argent. ¿O es que, agradecidos por el detallito, impartieron en Oviedo o en Madrid unas conferencias sobre su arte y su experiencia para transmitir consejos, algo de su sabiduría, a sus colegas indígenas? No, recogieron el cheque, estrecharon la mano a una princesa, y hala, de vuelta a California.
Y nosotros nos quedamos aquí, con una sonrisa bobalicona en la cara, todavía en el imaginario de Bienvenido, Míster Marshall, canturreando lo de «americanos, os recibimos con alegría…»
«Estaría bien que los premios nacionales sirviesen como estímulo a la creatividad y reconocimiento del talento mal conocido»
Estaría bien dejar ya de hacer el pueblerino, el paleto, el patán y el cateto. Seguir otros criterios. Y darle el príncipe de Asturias de las Artes a talentos poco conocidos de países menos influyentes, de estéticas menos dominantes; y el Goya internacional, amigos de la Academia del cine, se lo dais a algún cineasta argentino, coreano o rumano, por mencionar tres países de creatividad notable en el campo cinematográfico. Qué bien estaría que los premios nacionales no sirviesen para reificar un orden jerárquico ya sobradamente establecido ni para colgarle una medalla más a personalidades que ya tienen un cajón lleno de condecoraciones, sino como verdadero estímulo a la creatividad y reconocimiento del talento mal conocido.
Pero si preferimos seguir haciendo el palurdo y el lacayo, el cateto y el patán, muy bien, aquí os sugiero unos cuantos nombres premiables por los Goya y los Príncipe de Asturias:
Brad Pitt. Al Pacino. Robert de Niro. Scarlett Johansson. Sofía Coppola. Leonardo DiCaprio. Kentucky Fried Chiken. La Coca-Cola.