Es frecuente que a los mandatarios que han permanecido cierto tiempo en el poder su propio país acabe quedándoseles pequeño, bien porque cuentan con una cómoda mayoría y ya están en marcha las principales iniciativas que tenían previstas, o bien porque no la tienen y no han conseguido impulsar ninguna. Y entonces, así como quien siente asfixia se asoma a la ventana en busca de aire fresco, salen al mundo. En el caso de España, primero, a Europa. Después, a América. Y, finalmente, a Oriente, con su inagotable promesa de aromas exóticos y nombres impronunciables. Nuestro actual jefe del Ejecutivo –dado su estrechísimo y tortuoso apoyo parlamentario– tuvo desde el principio tanta afición al avión presidencial como esos pistoleros de gatillo fácil tienen al arma que sacan a la primera de cambio. Pero su necesidad de oxígeno ha ido aumentando a medida que disminuía su Lebensraum nacional.
A pesar de su esbelta figura, la calle nunca le fue muy benigna. Y desde su promesa de amnistía y, sobre todo, desde el pasado 3 de noviembre, se ha vuelto para él un escenario impracticable. El único espacio (un poco) abierto al que puede aspirar es el de los mítines blindados con murallas formadas por militantes entregados a su causa que le protegen del abucheo. Los viajes por España no los tiene muy recomendados, no sólo porque en las últimas elecciones municipales y autonómicas perdió muchísimas plazas, sino porque sus conmilitones de esos territorios achacan la pérdida a sus incursiones en ellos.
Es cierto que, en compensación, ha convertido a Cataluña y el País Vasco en una suerte de países extranjeros de recambio, pero tampoco allí le reciben entre vítores (sino más bien con el ceño fruncido y largas listas de obligaciones pendientes de pago). Se ha convertido, quizá no en un extranjero, pero sí en un extraño en el país al que representa. Tampoco le conviene visitar emisoras de radio o de televisión ni periódicos, porque aquellos que controla ya le son fieles sin necesidad de su comparecencia, y los demás no muestran el debido respeto a su autoridad. Y su biopic Moncloa, cuatro estaciones ha tenido menos difusión que la que en su momento alcanzó la cinta Franco, ese hombre («la única película en la que no muere el malo», decían sus críticos).
Al Parlamento que le ha hecho tres veces presidente, y que para algunos de sus predecesores fue el lugar favorito de lucimiento, ha optado por no acudir más que lo estrictamente imprescindible y durante el menor tiempo posible. Aunque el muro insonorizado que ha levantado en el Congreso le impide oír los reproches de la oposición y le libera de la obligación de contestar a sus preguntas, en cuanto aparece por las Cortes son sus amigos quienes, en lugar de agasajarle, convierten la aprobación de leyes y la convalidación de decretos en una tortura a la bota española y le acosan con reivindicaciones cada vez más exuberantes que se convierten en quebraderos de cabeza para sus colaboradores, a quienes ya no les quedan eufemismos con los que disimular la obscenidad de sus concesiones.
Su vanguardista filosofía de gobernante aparlamentario le aconseja no ocupar su escaño para regalarles el placer de cuestionar el pirotécnico estado de la nación, negarle el aumento del gasto en defensa o tumbarle los presupuestos. Ya decía Hegel que la filosofía es un saber sin presupuestos.
«Su atmósfera respirable ha quedado prácticamente reducida a los salones del Palacio de la Moncloa»
Ha cedido tanto terreno a sus envenenados socios y aliados, y ha perdido tanto poder autonómico y local que, a falta de las calles, las regiones y las cámaras legislativas y mediáticas, su atmósfera respirable ha quedado prácticamente reducida a los salones del Palacio de la Moncloa, aunque ni siquiera en esa fortaleza ha podido evitar que penetre algún juez enemigo con la desmesurada pretensión de tomarle declaración.
Pero donde no le ha importunado aún ningún intruso es en el Falcon peregrino, en el que se encuentra, comprensiblemente, más a sus anchas. Aunque, como todo el que está aislado, desde su asiento de primera clase ha visto crecer a su alrededor la sombra de los misterios (el misterio de transportes de bolsas, el misterio de las noches blancas de San Petersburgo y el software fantasma, el misterio de Barajas y las maletas mágicas, el misterio del Sáhara y el espía que surgió de la calor…).
Al principio, sus viajes a la Unión Europea, donde la gente es más educada que en el Madrid neoliberal, le permitían ampliar su horizonte, abandonar su pequeñez española y cambiarla por la grandeza del estadista mundial que consigue logros portentosos, y llegó a imaginar un futuro para él en esos lares, sin hostilidad ni seudomedios. Agraciado por la suerte del zapatero, le ha tocado una serie muy ventajosa para él de situaciones de alarma –la climática, la pandémica, la inflacionaria, la alerta antifascista y hasta la hídrica– en las que, como observó hace muchos años el sociólogo Robert K. Merton, incluso la tropa más díscola obedece mansamente al que manda sin cuestionar su valía.
Pero le ha descolocado la última alarma, provocada por ese tipo de mandatarios que también salen al extranjero cuando su país se les queda pequeño, pero para hacerlo great again a costa de los aún más pequeños. Esta emergencia europea –la más grave desde la Guerra Fría– no le ha sido propicia. Y por eso ha optado por no tomársela en serio (no vaya a pensar el lector que soy yo quien se la toma a broma). No le gusta la palabra «rearme». Y, por eso, su margen fotográfico de maniobra también se ha estrechado y ha empequeñecido su figura en un entorno de personas mayores y anticuadas que se niegan a contabilizar como gasto militar los fastos del año Franco. Así que ha vuelto a asomarse a la ventana para constatar que el mundo es muy grande.
«En Pekín nadie podrá llamarle a él ‘dictador’ o ‘autócrata’ sino, como mucho, ‘mandarín’»
América nunca le gustó mucho. En la del Norte no ha causado nunca una gran impresión, y a la de habla hispana prefiere mandar emisarios de incógnito, que ya son demasiados los que le encuentran parecido con el caudillo de Santa Fe de Tierra Firme del esperpento de Valle-Inclán. A Suiza no puede ir, porque allí tiene una cuenta no numerada, sino pendiente y con muchos números rojos de cochinilla cerdana (véase el Diccionario de Autoridades, Tomo II). A Marruecos ni se lo plantea, que todavía le birlan el móvil y otra porción de España. Israel no le gusta, porque allí son mucho de rearmarse.
Podría haber pensado en una gira por Oceanía, que son un montón de islas para recorrer con calma, ya que por el momento no tiene mucha Prisa. Pero, como piensa a lo grande, ha puesto los ojos en Pekín para sacarse la china del zapato. Cierto que Xi Jinping, además de ser aliado de Putin, no es precisamente un líder democrático. Pero es un hombre de paz, como Bustinduy. Y como Junqueras. Y como Otegi. Y allí nadie podrá llamarle a él «dictador» o «autócrata» sino, como mucho, «mandarín», que al sonar a diminutivo ofende menos. El problema es que, en un país tan enorme, en lugar de ver crecer su liderazgo como si fuera el río amarillo en época de lluvias, puede llegar a sentirse tan pequeño como una gota china.
Con lo cual, del mismo modo que su improvisada política interior no sólo es pequeña, sino completamente incoherente, por estar permanentemente sujeta a desorbitadas demandas contradictorias y a menudo incompatibles, ahora ya no puede ocultar que este mismo aire de capricho y oportunismo es el que preside su esotérica política exterior, y que no le importa pasear el nombre de su país como un barco sin rumbo ni timonel, entregado a las ocurrencias de su gabinete Caligari.
Y, a todo esto, como si se hubiera evaporado en el triángulo de las Bermudas, la Oficina de Artes Escénicas de Badajoz sigue sin aparecer.