El gran apagón ha dado lugar a un escenario al que nos hemos trágicamente acostumbrado: de un lado quienes elogian la actuación del Gobierno y aprovechan para culpar a las nucleares y al PP, y del otro los que destacan el deterioro de nuestras infraestructuras desde que gobierna el PSOE y el fanatismo de la izquierda respecto a las energías renovables. Los datos que se van conociendo parecen dar la razón a los segundos, pero eso no va a restar confianza a los primeros ni va a conseguir que una mayoría lleguemos a compartir una versión sobre cuál es el mejor camino para mejorar nuestra red eléctrica y evitar la repetición de los sucesos del 28 de abril.
Eso es, a mi entender, lo más lamentable de este último episodio de la realidad española. Un apagón es una circunstancia puramente técnica, es un asunto de cables, centrales y energías de diferente procedencia que se combinan en una determinada proporción y ritmo para dar electricidad a un país. Todo eso lo manejan unos responsables a los que se supone capacitados para tomar las decisiones correctas y al frente de todos hay un cargo político que es quien tiene que asumir la responsabilidad en el que caso de que algo no funcione. Como aquel día algo, evidentemente, no funcionó, el responsable, que es la presidenta de Red Eléctrica, debería haber presentado de inmediato la dimisión para que otros dirigentes subsanasen el error producido y abordaran los cambios que fuesen necesarios para que, en la medida de lo posible, no vuelva a haber otro apagón. A partir de ahí, se trataría simplemente de dejar trabajar a los especialistas sin que los políticos se interpongan para decir cuáles son las soluciones progresistas y cuáles son las reaccionarias. Estoy convencido de que la mayoría de las personas no tiene una preferencia especial por un modelo u otro de sistema eléctrico, siempre que sea eficaz y de garantías.
«Sánchez tiene la habilidad de convertir en una guerra civil hasta el más sencillo juego de niños»
Sobre el papel no parece tan difícil, pero Sánchez tiene la habilidad de convertir en una guerra civil hasta el más sencillo juego de niños. Su punto de partida es que él nunca se equivoca, ni en sus propias acciones ni en las de aquellos a los que ha nombrado. El paso, pues, de prescindir del responsable político inmediato queda, por tanto, descartado. A continuación, el pensamiento natural de qué hacer para corregir lo que está mal, se ve sustituido en la mente de Sánchez por el cálculo sobre cómo sacarle rendimiento político a este asunto y perjudicar al PP.
No parecía fácil en el caso del apagón, pero la fe de Sánchez en sus propios recursos y en la credulidad de sus seguidores es infinita y sólo se trataba de encontrar una rendija por la que colar un relato falso, pero de apariencia progresista. Aparecieron entonces la avaricia de las compañías eléctricas y la perversidad de la energía nuclear, que si no tienen nada que ver con lo ocurrido, sí valen para desviar la atención y convertir de nuevo este problema en una contienda civil: de un lado los buenos, que reconocen el esfuerzo del Gobierno y fustigan al supuesto lobby nuclear y del otro los malos, que piden injustamente dimisiones y se confabulan contra el futuro verde.
El resultado, como ocurrió recientemente con la tragedia de Valencia, es que nadie ha resultado ser responsable del apagón ni el país se ha puesto a trabajar seriamente para que no vuelva a ocurrir. El odio y el sectarismo político inoculado a la sociedad por este personaje está destrozando las capacidades de nuestro país y esquilmando nuestro progreso. Los dos bandos enfrentados parecen hoy dispuestos a sacrificar su propio bienestar siempre que pueda culpar de ello al contrario. No sé si aún estamos a tiempo de reaccionar. La sociedad que queda en medio de esos dos bandos, aún mayoritaria, es cada día más apática y aislacionista. No estoy seguro de que fuera un buen síntoma ese tan común del 28 de abril de combatir el apagón en el bar con los amigos. Sí, está bien, desde luego, atravesar con prudencia los cruces sin semáforos y es muy elogiable no repetir la conducta, habitual en otros países, de asaltar los supermercados cuando baja la vigilancia, pero en el momento actual hay que pedirle algo más a este país. La conciencia cívica de los españoles debe de extenderse hoy a la fiscalización y, si es preciso, la condena de aquellos a los que pone con su dinero en los cargos públicos.