Fermí Puig no pensaba que se iba a morir ahora, a los 65 años, justo cuando visualizaba la jubilación y tenía unas ganas enormes de vivir, de viajar, de poder leer sin parar y hasta de cocinar un fricandó para sus amigos, alejado por fin del negocio y, sin embargo, más amo que nunca de su firma, dichoso porque su restaurante -Fermí Puig- pasara a denominarse Fonda Puig. No era precisamente un empresario ejemplar, no porque no supiera administrar el dinero, sino que su generosidad era tan espléndida como su cuerpo gigante, siempre cerca de la mesa de sus clientes y lejos de la oficina de los dueños, pues prefería “hacer un sofrito a una factura” como recuerda con la precisión de un bisturí nuestro común amigo Santi Carreras.
Aunque sabía que tenía un cáncer o varios -un día llegó a contar hasta siete con su particular humor-, estaba convencido de que de esta también saldría adelante, solo preocupado por una maldita hidrocefalia que le tenía encerrado en un cuarto que le evocaba según decía la prisión de Mandela. El día que viajé al Mundial- 2010 me llenó una maleta de libros sobre Sudáfrica. Fermí era enciclopédico, muy culto y pedagógico, excelente comunicador, voz autorizada de Rac1y en su tiempo firma muy reconocida en La Vanguardia. Tenía una gracia especial para contar historias, igual de cercano al crítico gastronómico y futbolístico que a la ama de casa y al aficionado, culé hasta la médula y últimamente muy seguidor de la Premier y del City.
Admiraba su capacidad para detectar el talento y visualizar cada temporada del Barça. Fermí descubrió a Ferran Adriá y le puso camino del Bulli. No tuvo ni una duda sobre quién iba a ser el genio de la cocina, el salto cualitativo que daría la gastronomía, conocedor como era de los mejores chefs franceses y del saber hacer entre los fogones de su abuela y de su madre, amante por igual de lo rural y lo universal, inventor de la cocina de hotel -el famoso Drolma del Majestic- y de los restaurantes exquisitos y entrañables -el Petit Comité-. Aunque todo el mundo está en deuda con Fermí -le negaron la segunda estrella Michelín por no politiquear y nadie de los que mandan pensó en concederle La Creu de Sant Jordi-, ningún título le cae mejor que el del Padrí.
Así le llamaban los entendidos y los que aprendieron de su maestrazgo y sabiduría, que son muchos, especialmente en Cataluña. Hombre de vida y de país, nacionalista y cruyffista, también identificó a Laporta como el mejor presidente posible para el Barça en 2003. El reservado de su restaurante era un escenario de culto gastronómico y futbolístico, sobre todo de barcelonismo y en los últimos años del City de Guardiola. No es extraño por tanto que aquel santuario fuera inaugurado por Cruyff y Guardiola. No había nada más sufrido y divertido que presenciar un partido a su lado porque presentía todas las calamidades -y a veces acertaba porque era un entendido-, igual de entrañable, maniático y a veces hasta colérico como Jack Nicholson en la película Mejor imposible.
Nunca faltaba en su equipaje una pequeña botella de colonia con pulverizador, como si en aquel frasco estuviera el elixir de la vida, tan supersticioso a veces como sabio, inteligente y científico la mayoría de las ocasiones, hombre de fuertes convicciones y grandes lealtades, de una humanidad infinita, único para generar los mejores equipos, siempre agarrado a Mercè y a Carla, a sus hermanos y a su familia, a sus amigos, sobre todo a los más íntimos como Alfred Romagosa y Pere Pineda. Fermí se sentía tan protegido que nunca pensó que se iba a morir y – maldita sea- se fue este viernes después de soltar -seguro- alguna de sus míticas palabras –sotacarro era mi preferida- que dejaba caer con aquella sinceridad, contundencia y dicción únicas. Un petó i gràcies, gurú.
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