En los veranos modernos apenas hay mosquitos. Mosquitos de verdad, como los de antes, de esos que te veías venir con la trompa en ristre como Manuel Escribano entrando a matar un toro. Ya no hay esas bandadas de mosquitos que obligaban a la familia a recoger la mesa y meterse corriendo en casa. El Aután ha desaparecido de la mesita de la salita y está postergado en el fondo de algún armario, junto a la mercromina y los parches Sor Virginia, porque ha dejado de ser imprescindible en el atardecer. El repliegue de aquellos batallones de mosquitos, cautivos y desarmados, se puede interpretar como un símbolo de progreso, pero yo echo de menos aquellos insectos temibles que amenazaban la integridad física. Aquellos mosquitazos hubieran organizado una juerga flamenca alrededor de esa velita de citronela con la que hoy en día neutralizamos cualquier ataque de los culícidos. Quedan pocos mosquitos y cobardes, tanto que se han dejado comer la tostada por los foráneos del Nilo, que vinieron de turistas y se han hecho con la campiña sevillana sin necesidad de vuelos baratos ni AirB&B para protagonizar ahora nuestros temores estivales. Añoro esas picaduras que te obligaban a rascarte durante varios días y hacían costra porque su desaparición implica una desnaturalización del concepto de verano que tengo desde niño. Desnaturalización en el sentido de alejamiento de la naturaleza, porque el verano era el periodo en el que convivías con especies que parecen haber desaparecido de nuestro entorno. No son solo los mosquitos; hace años que no veo libélulas –léase zapateros– en las vallas que rodean las piscinas, cuando antes había cientos y los niños jugábamos a cogerlas por la cola. Las lagartijas parecen haber desaparecido de las paredes, y ya es difícil encontrar incluso alguna salamanquesa, cuando hace un puñado de años no había casa en la que no se colara alguna que tu madre intentaba ahuyentar con la escoba. Y siempre saltaba algún ecologista sobrevenido que rompía una lanza por el bicho:–Pero déjala, que se come los mosquitos…Hace unos días me alegró ver un cartel en los Caños de Meca en el que se prohibía tocar a los camaleones, de lo que se deduce la grata noticia de que aún quedan camaleones. Pero no es necesario recurrir a una especie protegida; ya no se ven coquinas en la orilla ni escarabajos en la arena, esos unicornios negros que te encontrabas junto a la toalla y te entretenías jugando a enterrarlo para ver cómo salían a la superficie. No quedan mariquitas (los insectos), ni siquiera con el nombre cambiado por el Ministerio de Igualdad. Por no haber, ya no hay ni moscas: veinte pavos a quien me señale un bar que siga teniendo en la puerta esas cortinillas de tiras de plástico que frenaba a los molestos visitantes. Permítanme levantar hoy mi vaso de gazpacho fresquito por la fauna perdida y añorada, porque un verano sin bichos es como un jardín sin flores.
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Oda al mosquito autóctono
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