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Paco Cumpián y los dones de la ebriedad, por Javier Rioyo

by Marko Florentino
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«…morir y nada más, es suficiente.

El verso que ha cambiado el mundo.

Ni tribu, ni patria, ni gremio, un observador.

Sobrado estoy de mundo, pero no harto»

Francisco Cumpián

La muerte era una vieja amiga de Paco Cumpián, quien buscando tantas veces la vida se encontraba con la muerte, la hacía un quiebro, la burlaba y se retiraba algún lugar donde él solo se pudiera ver. Se pudiera escuchar. En esos paraísos perdidos con los que tantas veces soñó y que algunas veces creyó encontrarlos. Esa vieja y puta amiga suya lo encontró el otro día, no desprevenido ni solo, no sin esa peculiar lucidez suya del que sabe decir no y que tantas veces dijo sí. 

Lo recordé en su último refugio, en su casa sobria y hermosa, blanca y a la luz de la medina de Chechauen. Su amable celda, su terraza, sus paredes casi desnudas, sus lujos de una vida sin lujos, su celda como su particular palacio, sus muebles hermosamente humildes y esas botellas que conseguía en un garito de una ciudad sin alcohol. Una cueva de pecadores dónde lo conocían y lo esperaban. Su casa marroquí, dónde hizo sus últimos versos, dónde tanto observó a esa mosca compañera que con él zumbaba por las tardes de cerveza y vino, que le entretuvo en la creencia de que había cumplido su deseo de vida beata, pero pecando de pensamiento y obra. Sus años finales en un pueblo sin bares, pero con alcohol clandestino, en el que vivió solo, pero no en soledad. Siempre se las apañó para encontrar a los de su tribu.

Sí, Paco Cumpián, el poeta, el rapsoda, el último de los impresores en plomo, el editor, el librero, el nieto de Allan Poe, sobrino de Ginsberg, murió sin aullidos en la Málaga que tantas veces le vio fugarse. Con él se llevó la memoria de los cantos del muecín, los recorridos por las cuestas de Chechauen, la luz azul y blanca de sus casas, los paseos por esas calles que al caer la tarde se quedaban sin esos turistas más molestos que sus queridas moscas, esas amigas de vidas breves: «se ahogó la mosca en el vino» Allí dónde al poeta, que «sobrado de mundo, pero no harto», le gustaba pasar la vida, en ese pueblo junto a la montaña con aromas de hachís, donde poseía «una casa y poca hacienda» en compañía de su memoria, sus libros, sus versos, pagando sus cuentas y viviendo «como un noble arruinado entre las ruinas de mi inteligencia». 

Peculiar, insólita decisión de Paco Cumpián, que no tuvo miedo, ni temores. No se arrepintió de su vida por el camino salvaje de aquella droga, de aquel mono, de aquella indeseable compañía de la que tantas veces, solo con sus cuidados, se supo desprender. Siempre recordó su vida, su mala y buena vida. Siempre recordó a sus amigos, los que le antecedieron en el final: «Querida muerte, una vieja amiga, contigo se marcharon, no sé a qué taberna los llevaste y se ríen o cantan».

De la muerte de Paco me enteré en compañía de dos amigos letraheridos, amantes de libros y de poetas verdaderos, de narradores como Chesterton o Vargas Llosa, de escritores libres y de libros rescatados. Uno, el peruano y sevillano, Fernando Iwasaki, paseante de librerías de lance y andaluz por deseo y vida, recordaba al Cumpián librero, al amante de heterodoxias y de clásicos contemporáneos. El otro, Juan Bonilla, amigo cercano de Cumpián, recordaba al editor de uno de sus libros: Yo soy, yo eres, yo es que publicó en la colección El árbol de Poe, hoy mítica por su catálogo y por estar compuesta a mano, a plomo, cosida y encuadernada, por Isabel Ruiz.

«Cumpián, al que poco le importaba el dinero, sabía que a los camellos había que pagarlos y no precisamente con versos»

Se reía Bonilla recordando ese libro de hace 30 años en que, como casi todos los que publicó de autores vivos, le tenían que pagar la edición. Como era un producto artesanal, lento y de exquisito cuidado, se iba componiendo pliego a pliego y hasta que no cobraba Cumpián el pliego, no comenzaba el siguiente. Hoy son joyas bibliográficas difíciles de encontrar. Cumpián, al que poco le importaba el dinero, sabía que a los camellos había que pagarlos y no precisamente con versos. El editor solo publicaba a los que admiraba o a sí mismo. Era un esteta, que vestía con ropa de los años setenta, un sombrero comprado en algún chino, comía como un pájaro y bebía como un Dylan Thomas. 

Los caminos de sus paraísos artificiales no eran baratos, le gustaban el opio en cucharilla de plata y la heroína del mejor corte. Después podía seguir con alcohol barato en cualquier garito de confianza o de mala fama. Bonilla, y muchos que lo siguieron, sentimos que no haya dejado escritas unas memorias –aunque se autobiografió en sus poemas– dónde, por ejemplo, hubiera contado esos insólitos viajes a Benarés de interminables caminos en autobús y obligadas paradas para vencer su mono a golpes de soledad e insólitos refugios. Quisimos hacerle una elegía pero nos salía un epigrama.

Conocí a Paco Cumpián en los primeros ochenta. En nuestros refugios de acracia y poemas, de canciones y whiskies. Felices y osados años en los que algunos se fueron pronto detrás de sus drogas. Otros resistimos, a golpes de copas, las tentaciones que llenaban aquella Malasaña de antes de que la movida se hiciera pija y triunfaran la cocaína y los cócteles. Uno de nuestros refugios más habituales era el café La Manuela –¡todavía resiste en la calle de San Vicente Ferrer!– dónde ejercía de santón laico el admirado Agustín García Calvo, de cantante de cabecera Chicho Sánchez Ferlosio, además de las habituales presencias de Carmen Martín Gaite, Javier Krahe, Amancio Prada, Savater, Pollán, Antonio Escohotado y otros chicos/as del montón. Uno de los jóvenes que allí se hicieron conocer era el flaco rapsoda llegado del sur, Paco Cumpián. Allí decía poemas de Agustín y de otros de nuestra galería de heterodoxos, como si recitara a Virgilio. Nos encantaba y sorprendía.  

Todavía no habíamos caído enamorados de la moda juvenil ni de macarras de ceñido pantalón. Estábamos más cerca de Aute que de Sabina, de Chávarri que de Almodóvar. Eran tiempos de sexo, drogas y cantautores pero no tardamos en dejarnos llevar del rock al pop, de los Rolling a Lou Reed. Suavizamos nuestra cercanía a los caminos salvajes tal vez por falta de valor o por supervivencia aprendida de la observación. Decía mi amigo Eduardo Chamorro, gran periodista y traductor, en su muy recordado libro, Galería de borrachos, hablando del horror de algunas resacas en las que siempre estábamos a un paso de caer: «Las tristes consecuencias del afán desmedido por probar los frutos prohibidos. Ya se sabe, se comienza por el vino con gaseosa y se acaba en el whisky con LSD, que eso sí que produce alucinaciones».

«Los paraísos son muy suyos y a veces, como la vida, también matan»

Me gustaría pensar que algún día me volveré a encontrar en alguna taberna con Cumpián y la tribu. No tenemos prisa, sobrados estamos del mundo pero no hartos. La penúltima vez que vi a Cumpián fue en Tánger. Le organicé una exposición y recital en el Instituto Cervantes, vendió bien sus últimos ejemplares de sus exquisitas y raras ediciones. Fue presentado por el común amigo Juan Manuel Bonet. Feliz encuentro del añorado ex director del Instituto Cervantes que descabezado fulminantemente de su cargo, de su ilusionante proyecto, porque no le gustaba a Carmen Calvo. Ni para el Reina Sofía ni para los Cervantes. Puso a uno de los suyos, de los ellos, de los esos. 

Felices, con vinos y pasta italiana, hicimos larga la noche en la añorada Casa Italia tangerina. Al cabo de meses coincidí con Cumpián en Málaga. La ciudad de la que salió vendiendo casa, imprenta, librería y vida. Siempre sorprendente y heterodoxo, un raro que todo lo cambió por creer que su paraíso perdido le esperaba en un rincón de ese hermoso lugar que fue joya del Protectorado español y hoy es parque temático azulado y sin tabernas. Los paraísos son muy suyos y a veces, como la vida, también matan. Creo que allí Cumpián fue feliz. Consiguió su particular deseo, «subí la escalera para llegar al fuego».

Y murió sin quemarse. Hace unas semanas le pedí una grabación para recuerdo y homenaje del añorado Chicho Sánchez Ferlosio quería compartirla con los oyentes de Carlos Herrera. Allí recordó al amigo y añoró sin nostalgia días y noches del pasado compartido. Con tranquilidad, sin dramatismo me anunció su cercana muerte. No lo creí, no quise creerlo. Y fue. Ya no pudimos cumplir con aquel deseo de que las naves volvieran. No pudimos viajar «atrás, a contratiempo». 



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