Entre las películas con nominaciones para los próximos premios Goya, la segunda con más candidaturas es La infiltrada, dirigida por Arantxa Echevarría. Está basada en un caso verídico, el de una policía valiente y hábil que se infiltró en la banda terrorista ETA para descubrir los planes y luchar desde dentro contra estos asesinos. La historia, muy bien contada e interpretada, ha tenido también un notable éxito de público. De modo que resulta chocante recordar ahora que la película se presentó en su día a participar en el Festival de Cine de San Sebastián y fue rechazada por el comité de selección. No la quisieron, vaya. ¿No es raro? De sobra sabemos que ese comité no es infalible, más bien se caracteriza por lo contrario, pero tampoco La infiltrada es un film tan complejo o enrevesado que escape a sus entendederas. Trata de un asunto central en las preocupaciones del país desde la transición a la democracia, está escrito y dirigido por una mujer vasca (mujer y vasca, figúrense), no sostiene ninguna tesis aberrante sobre el vidrioso tema y…
Hagamos alto. Recientemente, ha habido otras presentaciones en el festival donostiarra acerca de la cuestión etarra, algunas envueltas en cierta polémica, como el documental-entrevista a Josu Ternera por Jordi Évole, o Maixabel, la película de Icíar Bollaín sobre la viuda del asesinado Jáuregui en la que hábilmente se convertía el crimen en un asunto personal y se escamoteaba la ideología nacionalista que lo motivaba. En tales casos, el director del certamen, Jose Luis Rebordinos, se había enfrentado gallardamente a los discrepantes en nombre de la libertad de expresión. Pero La infiltrada era otra cosa. Protagonizada por una policía más lista que los asesinos, enfrentada a terroristas francamente crueles y nada simpáticos, en fin, un desplante contra ETA para decirlo todo. Y que además iba a gustarle a la gente. Nada, mejor no meterse en líos, porque cierto público se habría molestado, seguro, porque ETA ya no existe, claro, pero ETA, todavía ETA… pues mejor no.
Ya sé que a ustedes probablemente les harta el asunto: otra vez ETA no, por favor. Es un asunto acabado desde que la banda dejó de matar. Cierto que todavía hay fanáticos en Euskadi, y recibimientos triunfales a los presos que salen de la cárcel, manifestaciones pidiendo la liberación de quienes aún siguen purgando condena, pintadas, algún que otro incidente callejero… y lo que fue el brazo político del terrorismo es el partido más votado en el País Vasco, sobre todo por los jóvenes, figurando en el Parlamento español como apoyo imprescindible del Gobierno socialista. Ya hemos oído a algún alto cargo de la izquierda establecida asegurar que EH Bildu tiene más sentido de Estado que los partidos de derechas. Y, en la redacción de leyes como la de Seguridad Ciudadana o la de Memoria Democrática, las imposiciones y los vetos de la formación abertzale han tenido una importancia decisiva. Entonces el ciudadano medio español, ¿qué debe pensar? ¿Debe estar tranquilo sabiendo que ETA ya no existe, aunque de vez en cuando parezca vérsela aparecer en ocasiones festivas como esos dragones huecos de papel que desfilan en el Año Nuevo chino, con fauces feroces pero de cartón pintado y animados por sufridos costaleros? ¿El terror y la violencia han acabado bien, asunto resuelto, materia dispuesta como dicen los mexicanos, o todavía tenemos mucho que temer, sobre todo a la despreocupación misma? Siempre se ha dicho, al menos en tiempos más teológicos que los nuestros, que la mejor argucia del diablo es hacernos creer que no existe…
«¿El terror y la violencia han acabado bien, asunto resuelto, materia dispuesta como dicen los mexicanos, o todavía tenemos mucho que temer, sobre todo a la despreocupación misma?»
Si ustedes, sufridos lectores, y Dios quiera que también inquietos ciudadanos, aún tienen paciencia para profundizar más allá de los tópicos y no se conforman con que les digan «¿a ti que más te da?», les recomiendo encarecidamente la lectura de La tribu caníbal (ed. Alegoría), obra del profesor sevillano Carlos R. Estacio. Este libro no se remonta a la prehistoria del asunto, por fortuna, sino que parte como pistoletazo de salida (nunca mejor dicho) del asesinato de Miguel Ángel Blanco hace más de un cuarto de siglo. A partir de ese crimen estudia minuciosa pero ágilmente el desarrollo de la violencia en Euskadi, de la evolución de sus manifestaciones y también de las falacias que se han urdido para disculparla e incluso justificarla.
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Es un relato histórico pero también periodístico que responde sin rodeos a muchos de los interrogantes que uno puede hacerse honradamente sin recibir respuesta de quienes se encogen de hombros: ¿cuáles son o han sido las características y los fines de la violencia etarra? ¿Qué pervive aún de ETA? ¿Cuál es la relación de ETA con el PNV? ¿Cuál es la responsabilidad de la izquierda en el blanqueamiento de ETA y la complicidad con sus objetivos? ¿Qué podemos hacer en el futuro para contrarrestar la subversión separatista? Etc, etc… Se trata de una obra prolija y razonada, llena de datos y de argumentos, bien escrita y aún mejor orientada. Y trata de una cuestión vital para España, no de un lienzo apolillado del pasado, sino de una terrible deuda no saldada y de una llaga aún purulenta que puede gangrenar nuestro futuro.