Es curioso, pero la belleza suele tener mala prensa. Cada tanto salen artículos que hablan de la «tiranía» que ejerce en las redes sociales o del «hartazgo» que producen los estándares de belleza heteronormativa, heteropatriarcal… ponga usted el nombre que prefiera. Pero no es solo cosa de los periodistas. La belleza clásica, como valor, también dejó de interesar a los creadores hace mucho, quizá desde que el arte se convirtió en experimentación crítica que se renovaba a sí misma en busca de lo nuevo y de la sorpresa, del shock y de la controversia, valores dinámicos y explosivos, incluso revolucionarios, más acordes con el siglo XX. El prestigio de lo bello quedó sepultado bajo la velocidad de nuestro presente. Nada menos dinámico y estridente que el éxtasis, que demanda tiempo. Ante la belleza, la natural o la humana, se implora un ritmo lento, que no acabe. El frenesí y el desenfreno comulgan mucho mejor con la experimentación y la ruptura.
«El prestigio de lo bello quedó sepultado bajo la velocidad de nuestro presente»
No es común, por eso mismo, ver creaciones contemporáneas que se regodeen en la belleza, que la exalten como valor máximo sin atender al ruido de fondo. Y, sin embargo, ahí están. Pienso en las obras del griego Dimitris Papaioannou, un espectáculo de perfección física y evocaciones míticas, y pienso en Parthenope, el último estreno de Sorrentino. Esta película quizás sea solo eso: más que una historia, un pretexto para ir en busca de la belleza allí donde florezca. En los entornos naturales del Mediterráneo, en la laberíntica Nápoles, en los recuerdos de la juventud; en todo eso, pero también y sobre todo en un rostro y un cuerpo concretos, los de la protagonista de la película, Celeste Dalla Porta, una actriz arrebatadora, a la que Sorrentino encarga el nada fácil reto de actualizar el mito clásico de la sirena.
De una en particular, la que le da el nombre a la película, la sirena que embelesó a Odiseo, y que tras ahogarse por seguirlo, fue arrastrada a las costas donde luego se erigiría Nápoles. Eso la convierte, a la vez, en la encarnación de la belleza y de la ciudad, que en la película establecen una curiosa danza. La belleza de Parthenope es la llave maestra que abre las puertas de todos los rincones de Nápoles, de todos sus secretos y maravillas, las más sagradas y las más mundanas. Allí donde intuye una veta que le permita entender el flujo de la vida napolitana, Parthenope seduce y es seducida. No en vano descubre muy pronto que su vocación es la antropología: quiere entender el milagro, el de la imaginación poética, el del conocimiento, el del poder, el de la religión, el de todo lo que conjugado crea una sociedad, aunque en realidad el milagro es ella misma.
La modernidad convenció a hombres y mujeres de que tenían el talento de pequeños dioses, y aquello fue un aliciente para la creación artística. El problema, intuyo, es que ante el espejo se siguieron viendo igual de feos. Dioses, sí, pero terriblemente simples y anodinos, sin gracia ni hechizo. Tal vez por eso no tuvieron más remedio que liberarse de la imagen clásica y hacerla añicos. De otra forma no se habrían creído su propio engaño. Ese pequeño dios, dueño del mundo, creador de realidades y de estilos plásticos, tuvo que conformarse con una vida sin belleza. Renunció a ella, fue su pacto fáustico, para no tener que rendirle culto a nada. Para sentir que no había algo inasible e inalcanzable, algo más perfecto que él mismo. Nuestras pataletas contemporáneas tal vez son un eco de esa renuncia. Sí, la belleza es una tiranía, algo que nos doblega y minimiza, que nos hace ver pequeños y dóciles. Y nosotros, endiosados y narcisos, preferimos rebelarnos antes que sucumbir a ella.