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Pedro Sánchez y el lenguaje, por Andreu Jaume

by Marko Florentino
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Hay muy pocas cosas originales que puedan decirse ya de Pedro Sánchez, una persona amoral que no conoce la vergüenza, lo único de lo que, a diferencia de la culpa, nadie ni nada puede absolvernos. Su rueda de prensa del otro día fue la enésima prueba de hasta qué punto un hombre que antes de llegar al poder era un muñeco vacío se resiste a abandonar el puesto porque sabe que su identidad reside ahora en el cargo que ocupa. Por eso, su única actividad ejecutiva consiste en claudicar una y otra vez frente a los partidos ultras que apuntalan su endeble mayoría parlamentaria. 

La ponencia sobre la constitucionalidad de la ley de amnistía legitima plenamente, en ese sentido, la conculcación de los derechos de todos los ciudadanos de este país que en realidad supuso el intento de secesión en Cataluña. Se recordará que aquellos infaustos 6 y 7 de septiembre de 2017, Carme Forcadell, la olvidada presidenta del Parlament, repetía insolente «el ple és sobirà» ante las protestas de la oposición por la ostensible ilegalidad de lo que la mayoría soberanista, a despecho de las advertencias del Tribunal Constitucional, iba aprobando alegremente. 

Ese mismo tribunal de garantías es el que hoy está a punto de dar carta de naturaleza a la aberración que puso la voluntad de un parlamento por encima de la ley fundamental, con el argumento torticero y falaz de que la amnistía no está explícitamente prohibida en la Constitución. Un razonamiento que de hecho vacía el concepto de libertad, puesto que el poder solo puede hacer aquello que está expresamente previsto. Al hacer explícita una facultad –la amnistía– que no estaba implícita, el Constitucional ha derogado el espíritu de la Carta Magna, abriendo la puerta a que el ejecutivo y el legislativo se emancipen del control judicial.

«Lo que realmente pudimos ver todos el día de la rueda de prensa de Sánchez es cómo la máscara de la vacuidad lingüística que ha sido su identidad pública a lo largo de estos últimos diez años se hacía por fin carne viva»

Todo ello, si bien se mira, es el resultado de la relación mendaz que Sánchez mantiene con el lenguaje. Ya sabemos hasta qué punto la política consiste en el arte de la retórica y el engaño, en la capacidad de persuasión y el ingenio metafórico, pero incluso en los más grandes embaucadores de la historia late siempre una chispa de verdad que termina por convencer al auditorio. La anáfora de Marco Antonio ante el cadáver de César terminó por torcer el favor de la multitud contra Bruto. Churchill copió su oratoria dramática de Edmund Burke, pero supo insuflarle a su estilo una épica convincente, a pesar de su dicción a ratos beoda y ceceante. De Gaulle hablaba con la prosodia nacional del alejandrino, que apenas permitía desvíos humorísticos, de ahí la impresión de autoridad y coherencia que transmitía. En España, Suárez, a pesar de su escasa preparación, sabía ofrecer gravedad y solemnidad con pocos recursos. Luego Felipe González inundó la vida pública con una facundia a prueba de bomba cuyo rasgo distintivo era aquel por consiguiente que se caracterizaba por no encadenar ninguna causa y servir tan solo para enlazar conclusiones huérfanas. Pero aun así, en sus discursos solía producir un efecto de seriedad y responsabilidad.

Aznar supuso, en cambio, un revulsivo de austeridad verbal. Acostumbrado a la prosa fría y coercitiva de los inspectores de Hacienda, sus frases paratácticas y reiterativas («España va bien») resonaban en el día a día como sentencias o multas inapelables que su característico stiff upper lip aún encorsetaba más, como si salieran grapadas. Zapatero, digno maestro de Sánchez, estrenó la sintaxis cubista en la política, con aquellos anacolutos altisonantes que presentaba con la caja vacía de sus gestos, indicio apenas disimulado de la falta de ilación interior. Sus afirmaciones solían terminar con una repentina subida de volumen, normalmente con el acento en la sílaba equivocada, que también delataba una íntima ausencia de convicción. Rajoy, por su parte, introdujo en la vida parlamentaria una retranca decimonónica, como del conde de Romanones, que en sus mejores momentos tenía chispazos y giros hilarantes. Su capacidad dialéctica, además, demostró en varias ocasiones, sobre todo en su cuerpo a cuerpo con Pérez Rubalcaba, otro excelente parlamentario, una ductilidad correosa e impasible que casi nunca le flaqueó. 

Pero solo con Sánchez llegó la absoluta vaciedad de la palabra. Su voz robótica y su anatomía prêt-à-porter le han dado siempre un aire de maniquí. Su timbre no llega a ser grave porque está afectado por una especie de oquedad constitutiva, algo que lastra su entonación, siempre a punto de apagarse en la inanidad. Él mismo sabe que es muy mal parlamentario y por eso habla rápido y atropellado, repitiendo consignas y esquivando ideas, llenando su falta de pericia con las coletillas del lenguaje inclusivo («miembros y miembras» ha llegado a decir). Su desempeño en los debates electorales suele ser penoso, lo mismo que todas sus comparecencias para anunciar algo trascendente. Diga lo que diga, su verbo enseguida delata una especie de inautenticidad ontológica, genética y genesíaca. 

Se recordará que, en las elecciones de 2015, cuando el PSOE bajó a 90 escaños, Pedro Sánchez salió triunfal para decir «Hemos hecho historia», una frase que ha ido repitiendo desde entonces para rubricar sus hazañas, desde el primer Gobierno de coalición hasta la resurrección de Franco en helicóptero. Ahora sabemos que, desde las primarias que le llevaron a la secretaría general de su partido en 2014, su palabra ha sido el velo de la mentira con la que ha ido construyendo la realidad social y política de este país. Cada una de sus proclamas, desde los indultos hasta la amnistía o el cupo económico, ha ido carcomiendo el tejido legal y moral de la convivencia, el vínculo que hace posible la verdadera democracia. Como vio Karl Kraus, la perversión del lenguaje es la antesala de la catástrofe, el ámbito intangible en el que se cocina la destrucción de lo perecedero. En ese sentido, el absoluto vacío que estamos viviendo en España, ese grado cero de una polis desvirtuada hasta la raíz, es fruto inequívoco del flatus vocis de nuestro presidente.

Un rasgo inconfundible de los autócratas es su capacidad de impostura sentimental. A este Madelman tentetieso le hemos visto disfrazarse de héroe de la resistencia, de gladiador contra Franco, de presa contra la internacional derechista, de marido enamorado contra la Justicia y ahora de víctima cristológica rodeado de santos traidores. El número de la rueda de prensa –calculado al milímetro, con maquillaje incluido– fue la puesta en escena de la ruindad sin remisión del personaje. Como ya no le quedaban argumentos para arremeter contra el acoso de jueces prevaricadores, pseudomedios y de la «derecha y la ultraderecha», otro de sus mantras, el día de autos sacó su tono más íntimo y melancólico, una vocecita desolada que pedía perdón ante los ciudadanos y las ciudadanas, repitiendo en cada frase «Partido Socialista Obrero Español» en capicúa, para ver si así avivaba los rescoldos de la militancia. Pero lo que realmente pudimos ver todos es cómo la máscara de la vacuidad lingüística que ha sido su identidad pública a lo largo de estos últimos diez años se hacía por fin carne viva.



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