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Perder los papeles

by Marko Florentino
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Mi greguería preferida de Gómez de la Serna dice así: «La muerte es como cuando va a salir el tren y ya no hay tiempo para comprar revistas». Sigo siendo viajero de tren más que de cualquier otro transporte, lo cual convendrán conmigo que implica cierto heroísmo (o masoquismo, si no quieren alabarme). Los ferrocarriles han mejorado en general, pero la Renfe socialista parece decidida a que los usuarios disfrutemos de esa mejoría lo menos posible. Bueno, asumo ese maltrato, las contrariedades contumaces broncean el alma humana. Ahora que está de moda reclamarse de la filosofía estoica, algunos vejetes por fin estamos a la altura de los tiempos: si nos preguntan «¿lee usted a Epicteto?», respondemos con falsa modestia «no me hace falta, voy en tren».

Desde luego, parte importante de la mortificación vial son las estaciones, sobre todo si son grandes. Las obras constantes y permanentes son su rasgo característico, incluso más si cabe que en las calles de nuestras ciudades. Orientarse por cualquiera de ellas exige tener vocación de GPS, esquivar sus taimados boquetes y zanjas no está al alcance del primer venido. ¡A cuántos hermanos japoneses de mi edad no habré yo salvado de una muerte segura en Chamartín! Pues bien, todo lo doy por bueno, de nada me quejo salvo de pasada (aunque a veces la pasada dura todo el viaje) con tal de que en la estación pueda encontrar lo que cualquier persona civilizada necesita al emprender un traslado. Si se trata de un trayecto corto o inmediatamente posterior al almuerzo, quizá pueda uno prescindir del por lo demás siempre aconsejable bocadillo de jamón y de su cervecita, pero hay algo irrenunciable, sin lo cual cualquier viaje se convierte en deportación o exilio. Me refiero, claro está (¡maldita sea!) a la prensa del día.

«Mientras muchos sigamos tomando trenes, autobuses o incluso aviones, que me perdonen los ecologistas radicales, podemos reclamar que haya periódicos en nuestros puntos de partida y de llegada»

Leer varios periódicos y alguna revista en el tren es uno de esos placeres casi desaparecidos, como calentarse las manos en una chimenea o llevar a un niño a lo borriquito en la espalda a lo largo del pasillo. Ya sé que se puede leer la prensa en el iPad o en el ordenador, pero no me digan que es lo mismo. Tampoco es lo mismo una carta manuscrita que un whatsapp y no necesitamos el testimonio de Sánchez y Ábalos para saberlo. En la carta, las letras tiemblan cuando quien la escribe se emociona o se irrita, a veces podemos encontrar el leve borrón de la tinta corrida por una lágrima sobre el papel y no es imposible aspirar cierta fragancia sutil en algunas misivas de quien más importa. En el móvil, no pueden darse esos complementos esenciales de la comunicación, sustituidos todo lo más por algún pueril emoticono. El periódico de papel se maneja, no sólo se lee: la página impresa tiene esquinas y recovecos que nos retan y que podemos explorar. La noticia o el artículo que aparecen en la pantalla tienen la impersonalidad del anuncio luminoso, mientras que cada ejemplar de periódico es mío, se vincula conmigo por una elección personal tan idiosincrásica como la merienda que me preparaba mi madre para llevarme al cole. 

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Ya sé que esta apología de los periódicos en papel parece contradecirse al aparecer en un diario online, pero creo que cada cosa tiene su lugar: la tonadilla que silbamos descuidadamente en la ducha no puede sustituirse por una grabación de la Deutsche Grammophon. Sobre todo me subleva que otros decidan por mí y que sean abolidos los placeres que no se anuncian por televisión. Mientras muchos sigamos tomando trenes, autobuses o incluso aviones, que me perdonen los ecologistas radicales, podemos reclamar que haya periódicos en nuestros puntos de partida y de llegada. Son cosas que alivian y enriquecen el viaje, como las biodraminas cuando uno sube a un barco. Una gran estación llena de tiendas de souvenirs, McDonald’s y negocios donde conseguir una funda para el móvil, pero sin un mal quiosco de prensa, me parece un insulto a nuestra forma de ser y de vivir. O quizá no sea un insulto como me imagino, sino una sencilla constatación de la degradación de la especie, porque una vez en nuestro vagón vemos que nadie lee ningún papel, ni siquiera el prospecto de un medicamento. Pantallas y más pantallas o, como último remedio, la pantalla menos artificial de todas: la ventanilla.



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