Llámenme relativista o acomodaticio si quieren, pero no soy partidario de llevar el cumplimiento de la justicia hasta el punto de que el mundo perezca a causa de ello. Prefiero más bien creer que la justicia es un medio más de que el mundo siga siendo «mundo», es decir, un lugar ordenado y limpio en vez de «inmundo», o sea desastrado y puerco. El peligro para la existencia del mundo no estriba en las exigencias de la justicia, que siempre incluyen cláusulas de racionalidad circunstancial en su aplicación, sino en los injustos que patalean contra ella porque la consideran una amenaza para sus privilegios y en ese forcejeo comprometen la armonía civil y civilizada. Hay que reclamar justicia y someterse a ella, pese a que en ocasiones padece la misma imperfección que el resto de las cosas humanas, no por un vértigo suicida de doblegar la realidad ante los principios abstractos, sino para evitar que los que se atreven a abusar del prójimo disfruten de impunidad total. Prudencia justiciera sí, miedo no.
Como estoy fuera de Madrid, donde no hay playa -como bien cantaban ‘Los refrescos’- que es lo que yo necesito en estas fechas, no sé como habrá ido la manifestación que hubo este sábado ante el Tribunal Supremo pidiendo independencia y respeto para jueces y fiscales. Espero que fuese nutrida porque a los ciudadanos nos va mucho en ello. La semana que viene los magistrados harán huelga tres días con la misma reivindicación. El solo hecho de que crean necesaria esa forma radical de protesta ya es suficientemente significativo…
Como les sucede a muchos, estoy vitalmente interesado en el funcionamiento de la justicia en mi país, aunque carezco de conocimientos legales para juzgar los problemas técnicos que plantea este delicado ejercicio. Por supuesto, esta confesión bastará para que los puristas me nieguen toda autoridad para opinar en la cuestión, pero no estoy de acuerdo con mi tajante «cancelación». Ya sé que el simple sentido común o la lógica profana chocan a menudo con los vericuetos legales, pero no estoy dispuesto a creer que, cuanto más contraintuitiva y esotérica es una sentencia, mayores raíces tiene en la esencia jurídica. Los romanos son los padres del Derecho y no fueron precisamente un pueblo dado a fantasear y a producir paralogismos. Si una persona de educación suficiente y dotes intelectuales no del todo atrofiados por los influencers se escandaliza ante ciertas resoluciones legales, es cosa por lo menos de pensárselo dos veces.
«Debemos respetar a los magistrados, pero sin convertirlos en fetiches de una nueva idolatría, sobre todo cuando vemos con toda evidencia que están presionados y manipulados por el sectarismo ideológico gubernamental»
Por poner un ejemplo rabiosamente personal: no estoy dispuesto a admitir que la amnistía a los golpistas catalanes, cuya indigna motivación está perfectamente clara y explícita, no rechine al intentar encajarse dentro de lo constitucional, por mucho que el sectario Conde-Pumpido y demás miembros retrogresistas del TC (cuando se asumirá que cuanto más a la izquierda se sitúa alguien menos progresa) digan lo que les corresponda. Tratar de dar por válida la amnistía -esa amnistía, no cualquiera- porque en la Constitución no figura su prohibición explícita es como concluir que en un local a cuya entrada se advierte ‘Prohibido entrar con perros’ es lícito acompañarse de un elefante porque de los paquidermos no se dice nada. Si algún sentido tiene la Constitución de un Estado democrático es prohibir implícita o explícitamente que quienes conspiran contra él y no se arrepientan de hacerlo sean exculpados en nombre de la concordia. Porque la concordia se basa precisamente en que quienes atenten contra ella serán castigados con especial severidad para que se les quiten las ganas de repetir la jugada: si se les perdona como si hubiesen hecho una simple travesura y todos tan amigos, no se hace más que fomentar la subversión. Aún peor, amnistiar no es sencillamente perdonar al delincuente, sino borrar el delito como tal y, por tanto, culpabilizar a los fiscales y jueces que lo persiguieron como correspondía. Se ponga como se ponga el editorialista de El País (tan indecente y falaz con el nuevo equipo como con el anterior), no cuestiona el fundamento del Estado de derecho quien niega al Tribunal Constitucional su condición de tal cuando funciona en defensa del Gobierno y no de la Constitución, sino los que encubren con palabrería «neutral» este letal giro copernicano.
Chesterton sostenía que los católicos no deben renunciar totalmente a la razón en nombre de su fe: «El respeto debido al entrar en una iglesia es quitarse el sombrero, no la cabeza». De igual modo debemos respetar a los magistrados, pero sin convertirlos en fetiches de una nueva idolatría, sobre todo cuando vemos con toda evidencia que están presionados y manipulados por el sectarismo ideológico gubernamental. Debemos defender la libertad e independencia de los jueces porque son los garantes de las nuestras: los otros jueces, los jueces «al servicio de» (el pueblo, el género, la paz, Dios, la izquierda, etc.) son lo sepan o no adversarios de la Justicia.