Aitor Esteban, portavoz del PNV en el Congreso, ha sido el primero y parece ser el único de la alianza Frankenstein que se ha apartado de la línea oficial: «Señor presidente, le voy a ser muy sincero, a mí lo que me sorprende es que nadie diga que hay cosas, simplemente, que no se deben hacer. No porque las prohíba la ley, sino que no se deben hacer; que nadie hable de ética y estética en vez de ordenamiento jurídico».
No todo lo que es ilegal, improcedente y reprochable políticamente está contemplado en el Código Penal. Digo eso porque da la impresión de que todo aquello que no tenga la condena de un tribunal carece de importancia. En todo caso, se suele decir que no es ético o estético. Sospecho que así se le quita relevancia, porque la ética y la estética en gran parte pertenecen al ámbito subjetivo, y suelen tener un amplio margen de relatividad. Habría que afirmar más bien que hay actuaciones que sin estar tipificadas penalmente, no solamente contradicen la ética o la estética, sino que violan gravemente las reglas y los principios políticos y democráticos, y constituyen un fuerte ataque a la sociedad.
No es que piense que en el caso de Begoña Gómez no exista materia penal, ya que por lo que se va conociendo parece que sí, pero es que me da lo mismo. Sea cual sea al final la sentencia, su comportamiento ha sido políticamente impresentable. Todo ello solo se explica por la prepotencia de los Sánchez. La mujer no iba a ser menos que el marido. El ambiente de la Moncloa se basa en la creencia de que pueden hacer lo que quieran. Las normas no rigen para ellos. Y lo peor es que tal doctrina ha sido asimilada por todos los miembros del Gobierno y demás miembros de la Ejecutiva del partido, que a diario los jalean.
Durante un tiempo, con la finalidad de poner de su lado a las feministas, Sánchez argumentó que lo que querían era encerrar a su mujer en casa. Claro sofisma, porque ni siquiera se trata de que, por ser la esposa del presidente del Gobierno, Begoña Gómez renunciase a ciertas ocupaciones laborales, sino a la inversa, lo que se pretende es que no obtenga determinados puestos de trabajo y pueda acometer ciertas empresas únicamente por ser la mujer de Sánchez, que de otra manera jamás tendría a su alcance. Y como nadie da nada por nada, todos los que hicieron de conseguidores habrán procurado de una o de otra forma cobrar los favores realizados.
Nadie habría hecho el mínimo reproche si Begoña Gómez hubiese sido catedrática de universidad o profesora de instituto, y tras el nombramiento de su marido hubiera seguido en la misma actividad profesional. El problema es que no era ni licenciada y de buenas a primeras -y parece ser que por indicación de la propia interesada- es elevada a una cátedra en la Universidad Complutense de Madrid, cátedra que, según afirman, es financiada, junto con otras actividades que se le ocurrieron a Begoña, por algunas de las principales empresas del país que, además, cuentan con participaciones estatales.
«Resulta comprensible que no existan demasiadas personas que se atrevan a contradecir a la mujer de Sánchez»
Dicen que el tráfico de influencias es difícil de probar, pero es que hay cosas tan evidentes que no necesitan demostración. La RAE lo define como «delito que comete quien, prevaliéndose de su posición, induce a una autoridad o a un funcionario a adoptar una resolución en beneficio propio o de un tercero».
Y el Código Penal, entre otros artículos o apartados, afirma en su artículo 404 bis c que «los que, ofreciendo hacer uso de influencias cerca de las autoridades o funcionarios públicos, solicitaren de terceros dádivas, presentes o cualquier otra remuneración o aceptaren ofrecimiento o promesa, serán castigados con la pena de arresto mayor».
Todo el mundo sabe que Begoña Gómez es la esposa del presidente del Gobierno. Es lógico pensar que sus deseos, peticiones o indicaciones pudiesen influir en muchas de las decisiones que hayan tenido que adoptar autoridades, funcionarios o directivos de empresas. El número de los serviles es elevado, pero sin llegar a ese extremo, resulta si no justificable, sí comprensible que no existan demasiadas personas que se atrevan a contradecir a la mujer de Pedro Sánchez. Si los directivos de los distintos ministerios o entes públicos entendían que detrás de las sugerencias de Koldo se encontraba Ábalos, podemos preguntarnos quién pensaban que estaba detrás de las recomendaciones de Begoña Gómez.
Solo la soberbia y la jactancia de creer que se está por encima de toda norma pueden explicar que la esposa del presidente del Gobierno firmase dos cartas de recomendación. Dicen que eran declaraciones de intereses. Llámense como se llamen, constituyen un cheque en blanco para ser agraciado en cualquier plataforma administrativa. El Gobierno y demás acólitos se agarran una y otra vez a dos informes de la UCO que afirman no haber encontrado irregularidades en los contratos adjudicados. Lo extraño es que las hubiera.
«Para que haya tráfico de influencias no hace falta que el expediente presente irregularidades»
Por poco que se conozca la materia de la contratación administrativa, se sabe que son raros los expedientes en los que los criterios de adjudicación determinan de forma matemática y exacta el resultado. Solo en las subastas se tiene en cuenta únicamente el precio. En todos los demás concursos, que son la casi totalidad, en mayor o menor medida, algún parámetro queda a juicio de la mesa de contratación. Y no digamos ya los contratos menores o los de emergencia, que se adjudican por el dedo. Para que haya tráfico de influencias no hace falta que el expediente presente irregularidades o contradiga la ley de contratos.
En esta tómbola política en que nos encontramos cuesta entender el tratamiento tan distinto dado a los casos de Begoña Gómez y de Isabel García. De hecho, son bastante parecidas las situaciones. Solo que el de la expresidenta del Instituto de la Mujer se sitúa a un nivel más humilde. La compañera de Isabel García se servía de esta relación para hacer negocios y Begoña Gómez se ha servido de su relación con Pedro Sánchez para conseguir sus objetivos, y poco importa si estos son crematísticos o de cualquier otro tipo. Por eso digo que me cuesta comprender el distinto comportamiento del PSOE y del Gobierno en estos casos. Mientras defienden a Begoña por todos los medios a su alcance, incluso acusando al juez de prevaricación, no han tenido ningún impedimento en condenar a Isabel García al averno.
La actitud más extrema les ha correspondido a los miembros de Sumar, que han pedido desde el principio el cese de la expresidenta del Instituto de las Mujeres y al mismo tiempo se han apuntado con entusiasmo a la cacería del juez Peinado. La explicación quizás se encuentre en que discrepaban abiertamente y desde el primer momento de los planteamientos feministas de García y, por otra parte, es posible que consideren a Peinado como una amenaza para sus sillones a los que se han acostumbrado rápidamente y encuentran tan confortables.
Tampoco tiene fácil explicación que la dirección del PSOE privase inmediatamente de su militancia a Ábalos, que ni siquiera estaba imputado, y a Begoña Gómez que sí lo está, no solo no se la da de baja en el partido, sino que se le presta todo tipo de ayuda para la defensa.
«Lo peor es la farsa que el Gobierno y sus adláteres han montado a su alrededor, queriéndolo convertirlo en asunto de Estado»
Lo peor en todo este affaire no se encuentra en las ilegalidades o incluso delitos que haya podido cometer Begoña Gómez, sino en todo el tinglado, en la farsa, a veces sainete, que el Gobierno y sus adláteres han montado a su alrededor, queriéndolo convertirlo en asunto de Estado. El que dio el primer paso claramente fue Pedro Sánchez cuando, al enterarse de la imputación de su mujer, desde el Congreso, desencajado, contestó a Rufián en tono solemne que «seguía creyendo en la justicia a pesar de todo». Era más bien una forma de decir que desconfiaba de ella, y aquella misma tarde escribía una carta declarando cinco días sabáticos.
No soy de los que piensan que todo era fingido. En un primer momento encajó el golpe. Le parecía inconcebible que, a él, a Pedro Sánchez, le estuviera pasando eso. Una vez asimilado, trazó su estrategia, convertir los cinco días en una llamada a las masas por la que media España saliese a la calle a aclamarle y a rogarle por favor que no se fuera. Era algo que había ensayado ya otras veces, lo suyo era recurrir a las bases, las primarias, los plebiscitos. No le salió demasiado bien. A pesar de las lamentaciones y tragicomedias de los más cafeteros y de los muchos autocares que vinieron de toda España, el número que se concentró en Ferraz fue más bien reducido.
Sánchez, inasequible al desaliento, puso en marcha el plan B. Durante los cinco días en el desierto había recibido la inspiración divina de que debía quedarse para regenerar la democracia. Todo constituía una enorme conspiración de la prensa, los jueces, la derecha y la ultraderecha; todo eran bulos, fango, mentira, barro, fachosfera, y anunciaba un plan para controlar a los seudomedios. Plan que no se sabe si llegará a alguna parte, pero que en todo caso se debería llamar Plan Begoña Gómez.
Desde entonces, el sanchismo ha iniciado una campaña en la que, por una parte, idolatran al líder dedicándole todo tipo de piropos -«el puto amo», «dignidad democrática»…- y, por otra, denigran a la prensa y a los jueces. En esta última tarea cuentan con la inestimable ayuda de todos los independentistas, ya que les sirve de argumento para confirmar su permanente postura victimista de ser perseguidos injustamente por el Estado español y más concretamente por la justicia, que ha sido de las pocas instituciones que han mantenido el tipo frente a los golpistas, especialmente desde que el sanchismo se ha vendido por un plato de lentejas.
En realidad, qué importancia tiene lo de Begoña Gómez comparado con todo lo que su esposo y acompañantes han hecho desde 2018: compra del gobierno de la nación mediante indultos, modificaciones del Código Penal, amnistía, beneficios de todo tipo a Cataluña, al País Vasco y a Navarra en detrimento del resto de España. Ahora compra del Gobierno de Cataluña con el dinero de todos los españoles. ¿Tráfico de influencias? Eso es peccata minuta. Lo de Sánchez es simonía política.