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Pobre España

by Marko Florentino
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La gran cuestión es saber quién nos defiende en este país. Desde luego, no parece que esa sea la vocación de un Gobierno enfrascado en sus vacaciones y fiel a su máxima de que para prestar ayuda ante una catástrofe, primero ha de ser la comunidad afectada la que se humille y la pida de rodillas.

El canciller Bismarck se encargó de resaltar el milagro español cuando afirmaba que, por más tiros en el pie que la gran nación se diese, por más coja que pareciera, nunca terminaba sometida. Han pasado siglos y la regla sigue vigente. Igual que ocurre en otros países europeos (Bélgica, Italia), el principal enemigo del Estado es el propio Estado, sus gentes, sus costumbres y su clase política.

Los veranos suelen ser un mal momento para el optimismo. Aprieta el calor y eclosiona el fuego mientras todo un presidente del Gobierno apura un par de mojitos embutido en su camisa hawaiana. Se quema no sólo el bosque: se quema el futuro de generaciones enteras ubicadas por ese azar de mezcolanzas y migraciones en la asaetada cruceta ibérica, vanguardia europea de la pesadilla climática. Luego llegan las lecturas, las comprobaciones, las radiografías presupuestarias, y resulta que en los últimos años las administraciones públicas han recortado las partidas dedicadas a la prevención de incendios aquí y allá hasta dejarlas en la mitad. 

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Bien, piensa el abnegado contribuyente, si se recorta es porque el dinero hace falta en otra parte. ¿Dónde está exactamente el rastro de los euros que Hacienda recauda con celo, casi con sanguinaria devoción, como si Montero fuese Klaus Kinski en Aguirre, la cólera de Dios? ¿Está en los trenes y aeropuertos, en las carreteras agujereadas de Óscar Puente, el ministro tuitero cuyo sarcasmo nadie entiende? ¿Está en los sándwiches con moho de los cuerpos y fuerzas de seguridad de Marlaska? ¿Está en las escuelas públicas con goteras y en esos hospitales de interminables listas de espera?

Desde luego, no está en el Ministerio para la Transición Ecológica de Sara Aagesen; ni protegiendo el litoral español de la fiebre del ladrillo, que sigue ahí como el dinosaurio de Monterroso; ni invirtiendo en sistemas para que la DGT ponga algo de orden en los circuitos de F1 en los que se han convertido las autopistas españolas; ni tampoco parece estar en la universidad, los centros de investigación, la frágil telaraña de la cultura o la descarbonización del transporte.

«Para que España funcione tienen que funcionar sus dirigentes. Y esa mejoría es un movimiento interno y por lo tanto imposible»

Ciertos indicios apuntan en la dirección del País Vasco y Cataluña, comunidades protestantes, aunque no en el sentido de Lutero. También se atisban ramalazos de cleptocracia en ambas orillas del espectro ideológico, tanto da quien mande, pues el chorizo aflora igual que las margaritas en primavera y el abono rebosa en el campo hispano. Algunos millones se entregan a Marruecos para que modernice su ferrocarril, como si el nuestro anduviese en plena forma. El Falcon debe repostar y a Zapatero hay que mandarlo a las misiones, que el hombre no tuvo suficiente con su salario ni tiene suficiente con la dotación vitalicia que percibe como expresidente. Y, en fin, hay trillones de asesores, fondos europeos sin gastar, autopistas radiales, aeropuertos fantasma, rescates bancarios y ciudades de la música sin músicos.

Para que España funcione tienen que funcionar sus dirigentes. Y esa mejoría es un movimiento interno y por lo tanto imposible. La política mantiene secuestrado al país y no accionará el botón rojo de la meritocracia, del gobierno de los mejores, en esencia porque los mejores no se dedican ni se dedicarán nunca a la política, sino que concentran sus esfuerzos en carreras profesionales bien retribuidas, con dinero cobrado en A y sin miserias morales ni servidumbres. Resulta durísimo admitirlo: por ese flanco, no hay nada que hacer; peones, caballos, torres y alfiles están pegados al tablero. El Ejecutivo no trabaja para apuntalar el bienestar de los españoles. De hecho, ningún Ejecutivo lo ha hecho, tal y como acredita la OCDE cuando resalta que en tres décadas los salarios del país apenas han crecido mientras la inflación campa a sus anchas.

Por otra parte, ¿quién nos defiende de los incendios y de las danas? ¿Ese Gobierno que aguarda a que alguien pida ayuda para prestarla? ¿Esas comunidades no menos mezquinas que ignoran cualquier evidencia científica, cualquier informe premonitorio, y construyen en las faldas del desastre? ¿Nos resguarda una síntesis de la inteligencia colectiva española, una muestra bien cribada de lo mejor de la nación? Quien nos protege, como ya sucedió con Durruti en la Guerra Civil, es el héroe sin recursos, el guarda forestal, el bombero, el guardia civil, el médico voluntario, el chaval que recorre 800 kilómetros para ser fiel a un ideal que el tiempo destrozará con evidencias. Nos protege lo mejor del pueblo español, el pie herido por su propia bala, capaz en su eterna agonía de propulsar un cuerpo tan extraño e indescifrable.



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