La respuesta de Podemos a la propuesta de confluencia electoral formulada hace tres semanas por Movimiento Sumar fue sentenciar que la parte a su juicio derechizada del partido de Yolanda Díaz tiene que irse con el PSOE y entonces Podemos recogerá los restos. La candidatura de Irene Montero para encabezar Podemos en las elecciones generales garantiza que la izquierda verdadera no se dejará asimilar por los socialistas como, según el partido de Pablo Iglesias, le ha ocurrido a Yolanda Díaz. Y ya está. Todo resuelto. A cabalgar.
Es asombroso comprobar con qué facilidad se reproducen los añejos esquemas cainitas del espacio político existente a la izquierda del reformismo socialdemócrata. El asombro proviene de que ese desempeño actual de Podemos se contradice de manera flagrante con el que tuvo en 2014, hace solo una década, y que fue la condición básica, esencial, de su fulgurante éxito político: reunir lo disperso, acercar lo dividido, compartir una orientación estratégica entre organizaciones diferentes pero situadas en la izquierda del espectro político-ideológico. Sintetizado en una consigna, no era “podemos”, era “unidos, podemos”. Ahora eso se ha convertido en justamente lo contrario: “si os vais, podemos”.
La orientación estratégica compartida en el momento fundacional consistía en hacer lo necesario para convertir en opción de gobierno al conjunto de las izquierdas, cargando con todas las diferencias ideológicas, culturales, organizativas y territoriales existentes entre el amplio espacio político entre el PSOE y los numerosos partidos y grupos de otras tradiciones. Aceptar y asumir las diferencias, pero relativizarlas. Se trataba de alcanzar la mayoría entre todos. No para uno u otro, sino para el conjunto.
Parecería que el partido de Iglesias habría interiorizado que la condición inicial “unidos, podemos” seguía siendo válida. Pero en la práctica ha resultado que no. Muy pronto comenzaron las disensiones. Y, por lo que se ve, aquella etapa ha dejado un regusto amargo en algunos de los protagonistas. En una reciente entrevista, Pablo Iglesias afirmó, refiriéndose a su experiencia en la política institucional: “No me gustaba. No fui feliz en el ámbito personal ejerciendo aquellos cargos. Ahora lo soy. Lo que hago me entusiasma. No volvería a aquel pozo en ningún caso”.
El pozo era nada menos que un despacho de gobierno en el palacio de la Moncloa. Lo que entusiasma a Iglesias es marcar la orientación de Podemos como partido de oposición desde fuera, sin cargos orgánicos. Ni en el partido ni en las instituciones. Con un micrófono y un set de televisión le basta para ser feliz.
Entretanto, sin embargo, lo que se gesta a la izquierda del PSOE desde el cambio de rasante y el declive marcado por las últimas elecciones es una disgregación de esta parte de la izquierda por grupos y por partidos. Un retorno a la etapa de la esterilidad. Hasta el extremo de que en los medios progresistas crece a diario la inquietud ante la previsible pérdida de la mayoría electoral. Lo que ocurrirá si la revitalizada tradición cainita en este ámbito de la izquierda se materializa en la concurrencia en orden disperso al próximo ciclo electoral. Es como si les empujara el nunca desaparecido ADN de la disgregación. En este aspecto, lo que vale para España vale también para Cataluña porque, para Podemos, Sumar y los Comunes son siameses.