Para entender el estado de postración de Europa no es suficiente con señalar algunos de los errores más mostrencos de su clase dirigente, como la disparatada transición energética o la promoción del decrecentismo como santo grial de la sostenibilidad, ese «no tendrás nada y serás feliz» con el que se quiere convencer a los europeos de que no tener propiedades, ni siquiera un modesto automóvil, no es un signo de empobrecimiento sino de virtud. La virtud que salvará al planeta.
En todas estas políticas hay una pringosa mezcla de ideología, intereses corporativos, corrupción y, a colación de esto último, muy probablemente la alargada sombra del poder agudo de potencias cínicas como China y regímenes belicosos como Rusia.
Las políticas disparatadas que han dominado Europa durante décadas, sin embargo, serían consecuencia de una transformación anterior, un cambio de juego que habría desvirtuado la propia esencia del sistema democrático liberal hasta dejar inoperantes algunas de sus principales cualidades. Este cambio crucial, que estaría en el origen de la postración de Europa, fue la transformación de las sociedades capitalistas competitivas europeas en sociedades tecnocráticas dirigidas.
Las democracias europeas habrían evolucionado a una suerte de epistrocracias pero muy devaluadas, pues ni siquiera el poder habría acabado en manos de una aristocracia solvente, sino de una suerte de élites acreditadas sobre el papel, sin logros personales destacados, sólo títulos, documentos sellados por burocracias académicas o, en su defecto, por el Estado.
Hasta no hace mucho, que personas sin apenas estudios alcanzaran un enorme éxito no era una rareza, sino algo bastante habitual. La educación formal proporciona conocimientos, por supuesto, pero existen otros factores, otras cualidades personales que podrían contribuir todavía más que los títulos académicos al progreso de las sociedades europeas. Y, sin embargo, de un tiempo a esta parte los títulos se han convertido en el salvoconducto indispensable para acceder a los puestos más elevados de la Administración, de la industria o de los negocios, cerrando el paso a aquellos que poseen cualidades excepcionales pero no títulos.
«Ningún título académico asegura los comportamientos éticos de nadie»
En este punto, el contrargumento habitual es que es preferible que acceda a la política un abogado del Estado, que al menos ha tenido que memorizar 500 temas y superar una dura oposición, que un cantamañanas que a duras penas sacó adelante el bachillerato. Pero eso es una falacia comparativa que demuestra precisamente que la titulación se ha impuesto como la única unidad de medida que somos capaces de reconocer, excluyendo cualquier otra cualidad que este sistema de acreditación no pueda certificar.
El mérito académico evalúa títulos más que logros, promesas más que hechos reales, aptitudes para poder alcanzar el resultado, más que el resultado mismo. Y desde luego ningún título académico asegura los comportamientos éticos de nadie. Esto no quita que el sistema de acreditación académica tenga su razón de ser en las sociedades de masas. Para muchas tareas supone una garantía, aunque sea imperfecta. Por ejemplo, un Ministerio de obras públicas necesita ingenieros titulados para supervisar obras de ingeniería civil. Pero la visión de esas obras, su necesidad o pertinencia, o sencillamente acertar a la hora de descartar unos proyectos y promover otros, no depende de una titulación. Depende de una visión mucho más amplia.
Esto no significa que nadie en sano juicio tenga que entrar en un quirófano sin la garantía de que le va a intervenir un médico cirujano acreditado, ni subirse a un avión que no haya sido diseñado por ingenieros aeronáuticos titulados, ni que en un litigio legal deba ponerse en manos de alguien que no haya estudiado Derecho. El matiz está en que en todos estos ejemplos se refieren a tareas muy tasadas y especializadas.
Aunque ser médico puede ayudar a tener una visión de la sanidad pública más cercana, tampoco garantiza la buena gestión de un Ministerio de sanidad (no hay más que ver a la ministra de Sanidad española). Como tampoco ser ingeniero o incluso un científico galardonado con el premio Nobel previene actitudes e ideas potencialmente catastróficas en política. La integridad intelectual o, por así decir, la inteligencia buena suele marcar diferencias insalvables. Y esa mezcla de inteligencia difícilmente medible e integridad moral es inasequible a la acreditación tecnocrática que domina Europa.
«Truman fue el último presidente de EEUU que no obtuvo un título universitario»
Cuando el mérito académico o, como lo llamó el historiador Joseph F. Kett, el «mérito institucional» es excluyente, se convierte en una traba, en una barrera, en una versión muy devaluada del ideal meritocrático porque acaba excluyendo a muchas personas válidas. Tan sólo cuentan los certificados, que constituyen una medida imperfecta de la inteligencia, la capacidad, el esfuerzo, la creatividad o los conocimientos. Y, por supuesto, de la honestidad.
El presidente estadounidense Harry S. Truman no tuvo estudios superiores. Su educación formal se limitó a la escuela secundaria, y fue el último presidente de EEUU que no obtuvo un título universitario. Antes de dedicarse a la política, Truman tuvo varios empleos, y uno de ellos fue como cronometrista en el Atchison, Topeka and Santa Fe Railway en Kansas; esto es, guardagujas. Sin embargo, era un ávido lector, especialmente de historia, lo que le permitió desarrollar una gran cultura general.
Truman no fue un mal presidente, al menos no en comparación con otros que han venido después y que, al contrario que él, estaban académicamente muy acreditados. Inició un ambicioso programa de ayuda económica para reconstruir Europa tras la guerra y evitó el colapso de economías europeas y fortaleció a los países occidentales frente a la influencia soviética. Truman es recordado por su papel en la Guerra Fría, su liderazgo en la reconstrucción de Europa y Asia, y su impulso a los derechos civiles en EEUU. A pesar de no haber sido elegido inicialmente (asumió la presidencia tras la muerte de Roosevelt), dejó una huella importante en la política mundial.
Otro político singular, con un papel muy relevante en la historia reciente de Europa, fue Winston Churchill. Aunque se formó en la Royal Military Academy Sandhurst y fue oficial del ejército antes de entrar en política, no asistió nunca a una universidad. Y Lech Wałęsa, que jugó un papel crucial en el desmoronamiento del imperio soviético, era un simple electricista.
«Los gravísimos errores de Merkel se deben a que su inteligencia es muy adecuada para la física cuántica, pero no para gobernar un país»
Angela Merkel, al contrario que Truman, tiene un currículo académico envidiable. Se licenció en Física en la Universidad de Leipzig con una tesis sobre química cuántica. Y se doctoró magna cum laude en la Academia de Ciencias en Berlín. Sin embargo, la herencia de la excanciller alemana es una herencia envenenada. Sus políticas han convertido a la antaño locomotora del viejo continente en el enfermo de Europa. Y además un enfermo muy grave, cuya dolencia progresa a razón de 10.000 empleos industriales destruidos por semana.
En buena medida los gravísimos errores de Merkel se deben a que su inteligencia es muy adecuada para la física cuántica, pero no tanto para gobernar un país. Pero también a que el cálculo político la llevó a estar más preocupada por su continuidad como canciller que por el futuro de Alemania, de ahí que cometiera el terrible error de hacer suyos los postulados de los Verdes alemanes, porque consideró que enarbolar la bandera del ecologismo radical le daría votos o al menos no se los restaría. Y también, sospecho, que se puede decir lo mismo de su permisividad con la inmigración masiva y sin control. La cuestión es, por tanto, si la acreditación académica de Merkel ha sido suficiente garantía de honestidad y buen gobierno. Lamentablemente, es una pregunta retórica.
Sin embargo, el mayor daño infligido por la transformación de las sociedades capitalistas competitivas en sociedades tecnocráticas dirigidas ha consistido en convencer al ciudadano de a pie de que las titulaciones son las únicas varas de medir. Esto, por un lado, ha llevado a buena parte de las sociedades europeas a desarrollar un comportamiento estratégico: si el criterio para ascender en la jerarquía son los títulos, hay que adquirirlos a toda costa. De tal forma que, más que conocimientos, lo que importa es conseguir un papel sellado, ese salvoconducto que permita escapar del gulag de los donnadie. Lo que a su vez ha derivado en picaresca y hasta en fraudes académicos notables, como el de nuestro presidente del Gobierno.
En el otro lado están los ciudadanos que se jactan de su ignorancia, como si ser ignorante fuera una nueva conciencia de clase, porque asocian el conocimiento con una élite a la que aborrecen por considerarla, no sin razón, responsable de su insignificancia y precariedad. Y, finalmente, en el medio están aquellos que, sin caer en ninguna de esas dos actitudes, bajan los brazos y se resignan a intentar sobrevivir en sociedades cada vez más cerradas, jerarquizadas e inasequibles al talento y la integridad moral.
«La guerra de Ucrania nos ha colocado a los europeos frente al espejo de nuestra tecnocrática mediocridad»
La imposición de la acreditación tecnocrática no es exclusiva de Europa. Se ha propagado globalmente, también en los Estados Unidos y muy especialmente en China. Sin embargo, la fuerte tradición izquierdista europea, y su más temible derivada, la obsesión por la planificación y el control social, que impregna a la mayoría de corrientes políticas europeas, incluso a las supuestamente conservadoras, ha convertido la estandarización de la inteligencia en un sistema pétreo, interesado y mediocre incompatible con el progreso, la innovación, el emprendimiento y, en última instancia, la libertad y la decencia.
Ahora que la guerra de Ucrania nos ha colocado a los europeos frente al espejo de nuestra tecnocrática mediocridad, y que hasta miembros de la derecha han devenido en tardíos integrantes del movimiento flowe power a los que sólo le falta tararear Imagine, de John Lennon («Imagina a toda la gente / Viviendo la vida en paz»), me viene a la cabeza lo que advertía Milan Kundera en La inmortalidad:
«La guerra y la cultura son los dos polos de Europa, su cielo y su infierno, su gloria y su vergüenza, pero no es posible separarlos. Cuando se acabe uno se acabará el otro y uno no puede acabar sin el otro. Eso de que en Europa no haya guerras desde hace cincuenta años tiene alguna misteriosa relación con que hace cincuenta años que no aparece ningún Picasso».