Distraídos por la caída del Gobierno de Michel Barnier en Francia, hemos prestado poca atención a lo sucedido en uno de esos países orientales hacia los que solemos dirigir una mirada condescendiente: como si se hubieran sumado a una fiesta a la que no se les había invitado. Pero ha sido en Rumanía donde se ha producido nada menos que la anulación de unas elecciones: así lo ha decretado el Tribunal Constitucional, alegando que el ganador disfrutó de una ventaja indebida a consecuencia de la diseminación masiva en redes sociales de propaganda irregular en su favor. ¡Ahí es nada!
Por desgracia, el fundamento de la decisión adoptada por los magistrados rumanos adolece de una debilidad sorprendente. Así es, al menos, en lo que se refiere a la descripción del proceso mediante el cual los votantes forman su preferencia en un marco de competencia electoral donde las redes sociales han pasado a jugar un papel destacado. Más difícil resulta evaluar desde la distancia cuán veraces son las acusaciones dirigidas contra el candidato ganador, Calin Georgescu, un admirador de Vladímir Putin al que se ha acusado de financiar su campaña de manera ilegal y de abrir la puerta a la injerencia rusa y china. Anular las elecciones habría sido entonces, señalan los valedores de la decisión, defender la democracia.
Puede ser. Sin embargo, las razones alegadas por el Tribunal Constitucional rumano resultan poco convincentes si nos las tomamos al pie de la letra… y no como la justificación ad hoc del intento por frenar una victoria inconveniente desde el punto de vista geopolítico. Escriben los magistrados:
«El carácter libremente expresado del voto fue violado por el hecho de que los electores fueron desinformados a través de una campaña electoral en la que uno de los candidatos se benefició de una promoción agresiva, que se llevó a cabo con la elusión de la legislación nacional en el ámbito electoral y a través de la explotación abusiva de los algoritmos de las plataformas de medios sociales».
De acuerdo con los servicios secretos rumanos, hasta 25.000 cuentas falsas se crearon en TikTok con el fin de promover la campaña de Georgescu; de ahí que la resolución del tribunal hable de un proceso «viciado» que condujo a una «evidente» manipulación del voto. Han leído bien: el voto popular se ha considerado inválido porque se abrieron 25.000 cuentas falsas en TikTok.
«Las investigaciones más rigurosas no avalan la hipótesis según la cual bulos y noticias falsas determinan el voto de los ciudadanos»
A decir verdad, esta línea argumentativa nos resulta familiar: los votantes se decantan por candidatos «ultras» debido a una desinformación rampante que nubla su juicio; las redes sociales ponen en peligro la democracia porque favorece —¡algoritmo mediante!— a quienes desearían acabar con ella. En otras palabras: es culpa de los bulos que el votante se encuentre alienado; forcemos al votante a ser libre decidiendo de antemano qué es bulo y qué no lo es. ¿Y quién decide tal cosa? Eso solo puede hacerlo quien manda: Humpty Dumpty nunca pasa de moda.
En realidad, las investigaciones más rigurosas —hay todo un monográfico reciente de la revista Nature dedicado al asunto— no avalan la hipótesis según la cual bulos y noticias falsas determinan el voto de los ciudadanos. Es sencillo: tendemos a confundir el efecto buscado cuando se crean cuentas falsas o se difunden fake news con el efecto alcanzado con ellas; no siendo, ni mucho menos, lo mismo. La subjetividad del votante incluye toda clase de influencias —la socialización, el grupo, el carácter— cuyo valor relativo en la preferencia adoptada es imposible de elucidar. Y lo mismo vale para la percepción de los asuntos públicos, en la que juegan su papel tanto las identificaciones partidistas como los intereses personales: vemos lo que queremos ver.
Así que nadie sabe cuál es el impacto real de esas 25.000 cuentas falsas; para afirmar categóricamente que la campaña de marras en redes sociales «vició» el voto de los rumanos habría que saber muchas otras cosas: cuántos rumanos están en las redes o se exponen a ellas, quienes de entre ellos votaron a Georgescu modificando con ello su voto anterior, qué razones aducen para explicar su preferencia en esta ocasión. De otra parte, habría que conocer el marco bajo el cual compiten los distintos candidatos: qué potencia de fuego digital tienen los demás candidatos, qué grado de imparcialidad exhiben las televisiones o radios públicas, qué grado de veracidad tienen los contenidos diseminados por cada uno de los partidos o candidatos, y así sucesivamente.
Bien sabemos en España que los críticos más feroces de los bulos son justamente quienes con mayor ahínco los difunden a través del discurso político gubernamental, las redes sociales o los medios públicos; la tesis de que la democracia corre peligro a consecuencia de su difusión masiva ha terminado por convertirse —ironías de nuestra época— en el último refugio de los mentirosos. Solo cabe esperar que los magistrados rumanos hayan acertado al identificar en Georgescu a un agente ruso dedicado a la guerra híbrida en suelo europeo; su razonamiento acerca del carácter viciado del voto, en cambio, no se sostiene. Y mejor será que no cunda el ejemplo.