Puigdemont es un señor cobarde. El supuesto líder espiritual, moral y político de una parte del nacionalismo catalán quiso pasarse el pasado viernes por la capital de un país que nunca ha existido y que sólo ven los que tienen tanta imaginación como intereses en que así sea. Las élites burguesas catalanas cuando ven al obrero pueblo catalán apaleado por las porras de los Mossos, y cómo sus cuerpos son utilizados por ellos como escudos para que los golpes no les lleguen a sus pijas anatomías, ven cómo su mensaje manipulado cala en unos brazos y piernas demasiado amoratados, por no hablar de sus cerebros, vaciados de toda razón.
Que Puigdemont le tiene mucha envidia a Salvador Illa era una cosa más que evidente. No dudo que ser el presidente de tu comunidad autónoma debe ser algo bonito, pero que también lleva una gran responsabilidad. Todo esfuerzo merece la pena si conlleva que los ciudadanos estén contentos con sus gobernantes. Esto significará que los servicios públicos estarán bien gestionados y que la calidad de vida de los ciudadanos ha mejorado considerablemente. Pero está claro que ahora los políticos gobiernan para otras cosas. Lo etéreo para el pueblo y lo mollar, lo sustancial, para la élite política. Que a Puigdemont le gustaría ser Illa está claro. Y ha empezado por lo más sencillo, parecerse a él físicamente. Salvador Illa y Mortadelo, el personaje del añorado Ibáñez, se asemejan mucho, aunque también tenga trazas de Anacleto, agente secreto.
El gran poder de Mortadelo era el de la transformación, el disfrazarse o convertirse en otra persona, animal o cosa. Un servidor, conocedor de las pocas virtudes que se le pueden atribuir a Puigdemont, pensó que empezaría por algo más sencillo. Un truco fácil y previsible, pero efectivo, es decir, como sus mensajes políticos. Se me ocurrió que podría utilizar la figura del doble para despistar a la policía y no ser detenido. Hacer un Michael Jackson o un Sadam Hussein, personajes con los que sí que le veo un parecido al huidizo «patriota» catalán. Me hubiera gustado ver decenas de personas con un aspecto idéntico al «Vivales» que es como le llama ese gran articulista que es Albert Soler. La patria catalana se defiende de lujo, y nunca mejor dicho, desde Francia o Bélgica, cuando los gastos de tu elevado nivel de vida los pagan los tontos que se han creído tu fabulado mensaje.
Pero Puigdemont no utilizó dobles, que se sepa. Se dio un paseo melancólico y nostálgico por la ciudad de Barcelona hasta llegar al destino donde iba a dar un discurso. Cinco minutos de palabrería tan conocida que su abogado le dijo que parase ya por miedo a que se descubriera la farsa de esa estafa piramidal donde, a día de hoy, él tiene la suerte de ser el faraón. Pero no fue así, ese público seguía comprando esa mercancía averiada. El «Vivales» agarrado al brazo del abogado que llama tonto a la ley, y es que la cosa no puede evitar ser tan «torrentiana», desapareció solo con ponerse un gorro en la cabeza y meterse en un coche blanco, que o tenía que representar a la pureza o al madridismo. O puede que a ninguno de los dos, y su ego desmedido, hasta en la huida, necesitara de ser el «blanco» de todas las miradas.
Puigdemont ha escrito en sus redes sociales que está de vuelta a Waterloo. El Napoleón catalán, qué más quisiera él, solo se permite caer rendido cuando llega a este lugar. Como estratega es algo más chapucero que el gabacho, y sus avances son más «cangrejeros» que los que haría un canguro. Sigue igual de lejos del territorio que quiere conquistar. Pero aquí vuelven mis miedos y mis recuerdos del Vietnam. El «Vivales» con sus poderes «mortadelianos» puede transformarse en Salvador Illa en cualquier momento. Solo hace falta un pequeño cambio en el grosor y color de las gafas y un breve paso por la peluquería para ser confundidos hasta por sus propias almas. Pronto sabremos si manda el legítimo o su disfraz. Mientras tanto, «Pedro Potter» se parte la caja, y se sube al Falcon. Vuela sobre los hechizados cerebros de cada vez menos españoles.