Me descubro mirando en el teléfono el contacto de Fernando Lázaro. Llevo ya un rato cuando me doy cuenta. Podría contarles que estoy recordando cómo fue de los primeros en integrarme en la redacción de El Mundo, allí en medio y con fuertes palmadas en la espalda, un mensaje de aceptación del líder espiritual a la tribu. Contarles, si no, que sonrío pensando en esas bromas sobre el Atleti que medía tan bien que no parecía madridista. Podría contarles eso y mentiría. Simplemente estoy reuniendo fuerzas para borrar su número ahora que ya no está.
No lo borro.
Hay un empeño social en normalizar la muerte que me molesta profundamente. Puedo entender que los creyentes caminen más ligeros gracias a la tranquilidad que da pensar que la fiesta no acaba en el tanatorio. Si me la creyera, compraría su idea: la muerte no es tan grave porque no es el fin. Vale, pero si otro ateo con alma de coach y, probablemente, corredor de maratones vuelve a hablarme del ciclo de la vida, de dejar hueco al siguiente o de celebrar el tiempo que tenemos en este mundo, le sacudo. Sin mediar palabra. Pum. Hostia.
Para saber más
La muerte es una mierda. Eso es lo único que es. Sin misticismos ni poesías. Es vivir con miedo permanente a un villano que musita amenazas desde tu subconsciente, es huir como un niño cada vez que algún amigo psicópata decide que es un tema de conversación y no una maldición que no debe mentarse, es saber que nunca podrás hacerlo todo, es estar convencido de que el jodido Atleti ganará la Champions el año siguiente a que amoches… Es dejar de ver a Lázaro.
Borrar el número de teléfono de un muerto es certificar la derrota. Tras fracasar en mi intento, deambulo por la lista de contactos. Ahí siguen todos. Mis tíos, Miki, Marian, Piru y Sole, los días más dolorosos de mi vida. Luis Aragonés, que la última vez que me llamó fue para abroncarme por defenderle: «No entres en gilipolleces». Tenía razón, claro. Gistau, del que heredé una columna que fue como recibir unas zapatillas del 45 cuando tú usas un 38. Alfredo Landa, que no es un móvil sino un fijo… Y más. Por desgracia, muchos más.
Pese al tembleque que me da cada vez que abro Telegram y leo que «Luis Aragonés está en línea», ahí siguen y ahí seguirán porque es lo único tangible que me queda de ellos. Nueve cifras que demuestran que formaron parte de mi vida y, para qué mentir, que soy un cobarde incapaz de soltarme. Aunque mejor cobarde que gilipollas. ¿Saben qué contacto sí deben eliminar? El del próximo místico que les blanquee la muerte. «»No debe asustarte, es algo natu…». Borrar. Un tonto menos.