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Racanear el 5%

by Marko Florentino
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La OTAN se dispone a dar un paso estratégico de gran calado: fijar como nuevo objetivo común que los Estados miembros destinen el 5% de su PIB a defensa. La cifra, promovida por el secretario general Mark Rutte, incluye un 3,5% en gasto militar directo y un 1,5% en infraestructuras logísticas, industriales y críticas. No se trata únicamente de adquirir más misiles o carros de combate. La ambición es dotar a Europa de una arquitectura militar autónoma, resiliente y creíblemente disuasoria ante un entorno internacional cada vez más inestable. Sin embargo, España se resiste. Y no es la primera vez.

La postura del Gobierno es clara: el 2% del PIB, acordado con la Alianza, es el límite. La ministra de Defensa, Margarita Robles, ha reiterado que España «cumple con sus compromisos» y que, si fuera necesario, podría reconsiderar su esfuerzo. Pero no hay voluntad política –ni margen presupuestario real– para acercarse, ni siquiera a medio plazo, a ese 5% que ya respaldan países como Polonia, los bálticos, Estados Unidos o Reino Unido. Y ahí empieza el problema.

Porque el contexto ya no es el de antes. La invasión rusa de Ucrania en 2022 no solo alteró el equilibrio de seguridad continental; marcó el fin de la era de las ilusiones. La amenaza ya no es abstracta ni futura. Es concreta, visible, activa. Y los aliados del este no aceptan ambigüedades. Para ellos, el 5% no es una meta retórica: es un escudo urgente. Polonia supera ya el 4%. Estonia y Letonia también. Alemania ha aprobado un fondo extraordinario de 100.000 millones de euros. Incluso Francia, tradicionalmente celosa de su soberanía militar, ha asumido el rearme como política de Estado.

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En este nuevo escenario, el Reino Unido se ha reposicionado como referencia. El primer ministro Keir Starmer ha anunciado su intención de elevar el gasto en defensa al 2,5% antes de 2030, pero con un enfoque que va más allá de la seguridad. Starmer ve en el rearme una palanca económica: inversión en innovación, desarrollo industrial y autonomía tecnológica. Su visión, alineada con la tradición estratégica estadounidense, apuesta por un gasto militar que impulse la I+D y genere tecnologías de doble uso. No es una tesis menor. El GPS, internet, los microprocesadores o la inteligencia artificial tienen raíces militares, pero hoy son el núcleo de la economía global. Para Downing Street, invertir en defensa es también invertir en productividad, empleos cualificados y competitividad industrial. Una perspectiva que contrasta con la visión presupuestaria, reactiva y fragmentada que domina en Madrid.

España, a diferencia de sus socios del norte y del este, no percibe la amenaza rusa como inminente. La frontera de Putin queda lejos del Estrecho de Gibraltar o de los Pirineos, y los ecos de la guerra suenan amortiguados. A ello se suma una memoria estratégica marcada por la gestión de crisis económicas más que por conflictos armados. La defensa no genera votos, polariza, y puede desestabilizar más que cohesionar en una coalición parlamentaria frágil. La opinión pública, por su parte, apenas reclama un rearme nacional. El resultado es una cierta inercia: cómoda, comprensible, pero peligrosa.

«Quien no invierte en su defensa, delega su destino. Y quien delega, pierde autonomía, cuando menos»

Ahora bien, no seré yo quien eleve a los altares una cifra concreta. Pero sí puedo afirmar que cuando uno camina aislado, en caso de zozobra, aislado es cómo se encuentra cuando busca un hombro que ayude. A veces, el precio de no molestar a tus socios próximos se convierte en la mayor de las soledades cuando todo se tuerce. Y entonces ya no se trata de preservar un gobierno: lo que está en juego es la seguridad de un país, que es un bien superior.

Europa no necesita mirar demasiado lejos para encontrar advertencias. En el siglo IX, los vikingos recorrieron las costas y los ríos del continente sembrando el caos. No eran un ejército regular, sino bandas móviles que explotaban la descoordinación, la complacencia y la falta de preparación de los poderes locales. Allí donde hubo previsión, resistieron. Allí donde se subestimó la amenaza, cedieron. Uno de los casos más ilustrativos fue el de la Francia carolingia, incapaz de proteger sus vías fluviales, sus ciudades y sus monasterios. Terminó cediendo a los invasores una parte de su territorio: Normandía. Fue una cesión forzada. Y un síntoma de colapso.

El enemigo ya no se desplaza en drakkars, pero la lógica es la misma: quien no invierte en su defensa, delega su destino. Y quien delega, pierde autonomía, cuando menos.

La cumbre de La Haya podría sellar el nuevo consenso atlantista. España, según fuentes diplomáticas, no bloqueará la propuesta del 5%, pero tampoco la asumirá. Buscará, como tantas veces, una fórmula ambigua que permita salvar la cara sin comprometer el bolsillo. Pero eso tiene consecuencias. Porque en geopolítica, la ambigüedad no preserva el statu quo: lo socava.

Y en un momento en el que Europa asiste al regreso posible de un Trump impredecible, la autosuficiencia en seguridad deja de ser una aspiración para convertirse en una necesidad ineludible. La autonomía estratégica no se construye con discursos. Se construye con industria, con inversión, con visión.

España –una potencia media, con una economía abierta, una posición geográfica estratégica y una diplomacia que ha de ser influyente– no puede permitirse quedar rezagada. No se trata de fetichizar porcentajes, como advierte Robles. Se trata de entender que en asuntos de seguridad, los números no lo son todo, pero sí lo dicen casi todo.

Y como bien enseña la historia europea, quienes llegan tarde no suelen encontrar sitio en la mesa. Otros, ya se han esforzado para ganarse el espacio.



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