La expulsión de los judíos españoles en 1492 supuso un primer golpe a la educación de este país, al que seguirían tantos más que el pobre se quedaría tullido para el resto de sus siglos. Deberíamos estar en constante lamentación de que se fueran de estas tierras los mejores, los más leídos, los más sabios, los sefarditas, y por decenas de miles. Entre 40.000 y 400.000, según Paloma Díaz Más, aunque la última cifra la cree exagerada. Nos perjudicamos a nosotros mismos por razones ideológicas, como ha sido nuestra costumbre hasta el día de hoy. Cuanto más ignorante es una población, más ideologizada está, vean los países árabes.
No se comenta, en cambio, que los judíos españoles se repartieron por todo el mapa de Europa y de África, hasta lugares tan alejados como Estambul y Sofía donde regaron su sabiduría. En todas las ciudades europeas se formó un grupo de sefarditas que influyeron y enriquecieron a las sociedades de acogida, hasta que el maldito nacionalismo (que es un modo suave de llamar al racismo) comenzó a asesinarlos. Una de las familias que llegó hasta Bulgaria fue la de Elias Canetti, nacido en 1905, quien tuvo como lengua materna el ladino. Este es uno de los miles de sefarditas españoles que regó y enriqueció la Europa del siglo XX, en Alemania, Austria, Suiza o Inglaterra. Su influencia fue enorme.
Canetti era un escritor muy especial, con bigote de foca y carácter convulso. Sus dos obras primordiales, el gran ensayo Masa y poder que le ocupó 30 años, así como su única novela, Auto de fe (que lleva un nombre distinto en cada una de las lenguas a las que se tradujo), no alcanzaron ninguna notoriedad, lo que no impidió que recibiera el Premio Nobel en 1981. Quizás influyera que se trataba de un judío que escribía en alemán y sin resentimiento.
El conjunto de la obra de Canetti es una masa enorme de notas, ensayos, comentarios, recuerdos, anécdotas, pensamientos, y toda suerte de escritos que ocupan una extensión oceánica. De vez en cuando reunía algunos de esos fragmentos y anotaciones para publicarlos en forma de libro y así llegó a reunir una considerable producción.
El lector actual que se vea atrapado por la personalidad sabia, tormentosa y agresiva de Canetti tiene a la mano uno de sus conjuntos de notas más importante. Ha sido reeditado por Taurus con el título de La provincia del hombre y está formado por apuntes que ocupan de 1942 a 1973, aunque siguió escribiendo sus anotaciones hasta 1994.
«Dos son las obsesiones, casi patológicas, de Canetti: una es él mismo, y otra la muerte»
Empezó a tomar estas notas cuando le agobiaba la redacción de Masa y poder y las consideraba su válvula de escape, por lo que no es de extrañar que aparezcan toda suerte de juicios sobre los asuntos más inesperados. Su curiosidad le llevó a no dejar un solo asunto sin su pertinente comentario, fuera este a partir de una frase de Confucio o la apariencia de una mujer suntuosa.
Sin embargo, dos son sus obsesiones casi patológicas, una es él mismo, y otra la muerte. Es descomunal el número de comentarios que dedica a lo que consideraba «su lucha contra la muerte» y que no era tal, sino una avalancha de improperios y conjuros casi mágicos, mediante los cuales creía ser capaz de interrumpir la acción de la Gran Dama, o por lo menos disminuir su prestigio. Hay incluso un volumen entero que, con el nombre de El libro contra la muerte (Galaxia Gutenberg), reúne buena parte de sus invectivas y ataques. Se lo debemos a la labor admirable de Ignacio Echevarría, responsable, en España, de casi todo el Canetti publicado.
Y el segundo asunto que le obsesionaba era él mismo. Una mayoría de sus anotaciones lleva dentro, en algún momento, un «aborrezco», «odio», «no puedo soportar», «me repugna», «me asquea», «detesto», y formas similares que muestran a un hombre consumido por las pasiones de la bilis negra y la cólera. En cambio, sus momentos luminosos, aquellos que se reconocieron para concederle el Nobel, son los muy elevados comentarios sobre Kafka, Robert Walser, Montaigne o cualquiera de los muchos escritores a los que admiraba profundamente.
«Hay varios días, pero sólo una noche cuya eternidad elimina el nombre propio»
A veces las anotaciones tienen algo de la fosforescencia de un estallido, como cuando comenta el lanzamiento de la primera bomba atómica. Dice así, «Lo más pequeño ha vencido: paradoja del poder. El camino hacia la bomba atómica es filosófico». Esta nota, de agosto de 1945, ve con sorprendente lucidez que la importancia de la bomba no es «práctica» sino filosófica, es decir, que va a cambiar la totalidad del pensamiento humano y, en consecuencia, su conducta. Y así fue. La bomba atómica es el dios del mundo técnico.
He aquí una segunda intuición de las muchas que contiene este volumen: «Los días se diferencian, pero la noche tiene un único nombre». Es de 1942, en plena guerra, y descubre que, así como cada día tiene su nombre propio (lunes, martes, etc.), la noche es una totalidad oscura sin separaciones, o lo que es igual: hay varios días, pero sólo una noche cuya eternidad elimina el nombre propio.
Yo no sé a ustedes, pero a mí este hombre irascible y genial, marcado por sus irritantes defectos y sus intuiciones sublimes, me parece un perfecto intelectual español. Judío, sí, pero judío español.